La semana pasada pudimos ser testigos de cómo la suma de pánicos individuales se transformó en una oleada de terror colectivo gracias en gran medida a la decisión de las autoridades de convertir la explosión de dos bombas caseras en una acción de guerra contra EE UU, movilizando a miles de agentes armados y recluyendo en sus hogares a cientos de miles de ciudadanos [se aplicó el toque de queda, como si Boston fuera atacada por un contingente militar enemigo].
La operación gubernativa paralizó la vida cotidiana en un área urbana que suma 4 millones de habitantes, a la mayoría de los cuales se les suministró otra ración del veneno ideológico y sentimental que el Poder difunde con insistencia desde el 11-S: EE UU es víctima inocente de todas las fuerzas del mal habidas y por haber y, por tanto, el Estado tiene derecho a adoptar medidas excepcionales en el propio territorio, incluida la suspensión de derechos civiles fundamentales y, por si fuera poco, también está legitimado para invadir militarmente o realizar "operaciones encubiertas" en cualquier país del mundo [horas después de las explosiones, el FBI y poco después la Casa Blanca anunciaron que la operación para vengar el atentado perpetrado en Boston se extenderían hasta el último rincón del planeta, sin respetar fronteras].