Nadie en el Gobierno ni en el partido que le sustenta ha explicado con argumentos sólidos la necesidad de cambiar la ley de plazos sobre el aborto. Porque no los hay. La norma, en vigor desde julio de 2010, reconoció el derecho de las mujeres a decidir libremente sobre su maternidad dentro de un límite general que permite interrumpir el embarazo durante las primeras 14 semanas de gestación. Se trata de una ley que se ajusta a los estándares legales de los países de nuestro entorno, que se aplica sin problemas sociales, que no ha disparado el número de abortos —en contra de lo que algunos auguraron— y que goza del apoyo de la mayoría de españoles, según las encuestas de opinión. Pocas dudas caben, pues, de que la reforma que promueve el partido conservador responde a razones más inconfesables que las esgrimidas y avanza con firmeza impulsada por el chantaje a que, en este asunto, somete al Ejecutivo y al PP la cúpula de la Iglesia católica con el cardenal Rouco Varela a la cabeza.
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Conviene recordar que la actual ley del aborto protege la libertad de las mujeres, pero no obliga a nadie a interrumpir un embarazo. Alegar que responde también a la necesidad de reforzar el derecho a la maternidad supone un sarcasmo que insulta a la inteligencia. Igualmente insultantes resultan las justificaciones de la reforma alegando que se busca defender a las mujeres de la “violencia estructural” de la sociedad que, según estos criterios oscurantistas, las presiona hasta conducirlas al quirófano para poner término a su embarazo. Violencia estructural es la que se producirá de nuevo si este país vuelve a una regulación del aborto que obligue a las mujeres a prácticas propias de la espesa atmósfera del franquismo y que los legisladores quisieron y pudieron resolver en la temprana hora de la democracia en España.