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Es una pregunta que me hago por pura curiosidad científica: ¿existen auténticos anticapitalistas en nuestros tiempos? Me la hago siempre que la voz de un telediario los menciona con toda naturalidad, como si no se refiriera a una especie prácticamente extinguida de la fauna ideológica sino a un hecho de lo más corriente y moliente.
Entiéndase que no me resulta insólita ni improcedente la crítica a la economía de mercado. Al contrario, la crítica me parece tan sana como necesaria. Lo que me desconcierta es lo que esa expresión encierra de impugnación radical, de refutación general, de enmienda a la totalidad de un sistema que no tiene relevo en el mundo real. Por definición, un anticapitalista va más lejos de lo que ahora se llama social-liberalismo o de lo que se llamó eurocomunismo; de la socialdemocracia, del pensamiento alternativo y hasta del populismo bolivariano.
En un mundo que conmemora el centenario de una Revolución bolchevique de la que no queda nada; en el que la Rusia de Lenin acabó en el capitalismo de las mafias y en el que la China de Mao abrazó la fórmula mixta o de doble sistema en cuanto Mao se murió, autodenominarse anticapitalista sólo puede ser una flagrante forma de romanticismo o puro cinismo, de simulación o enajenación, de heroicidad o ingenuidad.
Ser en serio anticapitalista en unos días en los que no hay actor progre ni cantautor filantrópico que no tenga una cuenta en un paraíso fiscal que llevarse a la boca, o sea en la era de los Papeles de Panamá y de los Paradise Papers, es como ser falangista o carlista en Rentería. Es haber nacido para sufrir, para no ver jamás cumplido tu sueño. Y es que, si hay algo que está claro en esta época en la que se caen tantas cosas, es que el capitalismo no va a caer.