Las dos principales formaciones independentistas catalanas acudirán a las elecciones generales del 28 de abril y a las municipales y europeas del 26 de mayo con políticos presos o exiliados en sus listas.
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Esta estrategia política tiene dos ventajas evidentes para sus promotores. Por una parte, sitúa la reivindicación independentista en el centro del debate electoral. Por otra, emplea a los políticos que teóricamente tienen más tirón electoral en los partidos soberanistas, tanto por su trayectoria como por su situación actual. Poco importa que su disponibilidad para asumir responsabilidades públicas, en caso de que se las concedieran las urnas, sea escasa. Ayer se divulgó ya que Puigdemont sólo podrá ser eurodiputado si acata la Constitución. Y en el supuesto de que la sentencia del juicio del 1-O fuera condenatoria para los encausados, tampoco podrían desempeñar los cargos para los que ahora se postulan.
Pero las ventajas que el soberanismo aprecia en esta estrategia de confrontación se transforman en desventajas para cuantos aspiran –y no son pocos– a que la labor de los cargos electos se centre, prioritariamente, en lograr la mejor administración posible de los recursos públicos, la mejor atención posible a las necesidades de todos los ciudadanos y la definición de políticas a medio y largo plazo que contribuyan a optimizar el futuro colectivo.
Reconozco que cada vez me aburren más. En Euskadi ya pasamos por esa enfermedad y solo se resolvió con el tiempo, aburriendose los radicales abertzales de hacerlo y aceptando la realidad. Primero ni se presentaban a las elecciones, luego se presentaban y no iban, luego sólo iban a montar bronca, y así poco a poco hasta que se acoplaron al sistema como los demás. En Cataluña están haciendo el camino de los Otegi y Cía pero al revés. Y esto es más complicado. Cuanto antes se les haga entrar en razón, la ley, mejor. A ver cómo terminan.