Isabel Allende escribió La casa de los espíritus en 1982. En ella, la autora chilena narra la historia de la familia Trueba a lo largo de cuatro generaciones, un período que abarca casi un siglo, en un país que atraviesa enormes cambios sociopolíticos que culminan con una dictadura devastadora. Es una saga de mujeres cuyos nombres tienen algo en común: la luz. Nívea, Clara, Blanca, Alba… Y esta última es la encargada de reconstruir la historia de la familia.
En la novela es maravillosa la tensión que hay entre la memoria, las contradicciones, la violencia y cómo se rescata el sentido de reconciliación con las cosas que pasan en un país y en una familia. Por supuesto, dentro de eso está el perdón y, básicamente, el amor. Toda la obra es como un laberinto lleno de realismo mágico en el que se aprecia cómo la política planea sobre las cabezas de las personas sin que tengamos nada que ver con ella.
Ahora, adaptada para la escena por Anna Maria Ricart, con dramaturgia de la propia Ricart y Carme Portaceli, y dirigida por esta última llega esta obra, que traslada el universo mágico de la novela original al teatro en todo su esplendor.