Como la convención pepera ha coincidido con las elecciones germanas, parece buena ocasión para comparar a nuestra derecha con sus congéneres europeos.
Pese a la semejanza de nuestro reciente recorrido histórico, pues ambas democracias, la alemana y la española, son herederas de sendos regímenes totalitarios, lo cierto es que el partido fundado por Fraga Iribarne no tiene nada que ver con el de Konrad Adenauer. Nuestra derecha debería ser hoy como la alemana, pero no lo es. No se ha desfranquizado, como se desnazificó aquella. No opone un cordón sanitario contra la extrema derecha de Vox, como hace el centroderecha alemán contra AfD. No practica una política consensual de pactos consociativos, como hace la CDU alemana, sino que ejerce la más intransigente crispación confrontadora, oponiendo patológicos vetos destructivos de nuestro ordenamiento institucional.
El nacional-catolicismo de nuestra derecha es más ultramontano que posconciliar, de acuerdo a la tradición integrista de condena a los heterodoxos codificada por Menéndez Pelayo. De ahí el añejo aroma a Inquisición y Contrarreforma que han tenido los discursos de la convención pepera.
Esto hace que la derecha española no se parezca a la continental europea sino a la polaca, la húngara o la italiana, todas ellas inspiradas por un militante catolicismo preconciliar. O a la derecha neocon anglosajona que dio lugar al Tea Party, al Brexit y a Trump. Es decir, una actitud política de elitismo ultranacionalista excluyente.