Cada día laborable un capítulo (9/35) |
Transcurrido el fin de semana y tras un lunes dedicado a recorrer los barrios más alejados del centro, con el afán de conocer a fondo la ciudad donde había decidido pasar lo que le quedaba de vida, Pedro dedicó el martes a la cultura. Pasó la mañana leyendo en la terraza. Terminó su libro de Zafón, que se le hizo demasiado largo, y comenzó uno de Lorenzo Silva que le cautivó desde el primer momento. Había leído en el dominical del país un artículo en el que comentaban un ensayo histórico que el escritor madrileño había publicado recientemente sobre la Guardia Civil. En dicho artículo se citaba la colección de títulos protagonizados por el sargento, posteriormente ascendido a brigada, Vila y su compañera la cabo, finalmente ascendida a sargento, Chamorro. Sintió curiosidad por esa pareja de picoletos y compró la primera novela de la saga: “El lejano país de los estanques”. El personaje protagonista, que narraba los hechos en primera persona, el sargento Vila, era un hombre con una vida personal complicada y capaz de hacer unas interesantes y profundas reflexiones sobre los asuntos importantes que nos tocan vivir a la práctica totalidad de los seres humanos. Se enfrentaba a su trabajo de inspector de homicidios con honradez y con la energía que esa actividad requería.
Con Vila y Chamorro pasó la mañana. A eso de la una del mediodía bajó a comprar el periódico y el pan y, ya de vuelta volvió a sentarse en la terraza con una cervecita. Disfrutó del momento. Brindó con el aire y celebró su suerte. Se encontraba a gusto, con la sensación de que un montón de nuevas oportunidades se le presentaban. Oportunidades que no le conducirían a grandes escenarios. Eran simplemente caminos que llevaban a escenarios conocidos pero que nunca había recorrido en soledad, a su edad, con la sabiduría que se acumula cuando la cincuentena ha quedado atrás. Apreció el encuadre del monte Ganekogorta que le ofrecían las dos torres gemelas de Izosaki. Un bilbaíno de pro con el que coincidió en un bar del barrio le informó de la existencia de ese monte de mil metros de altura a cuya cima se asciende desde el corazón de la ciudad en algo más de tres horas. Algún día lo intentaría. Primero subiría a Artxanda, montaña vecina a la que se sube en funicular y que ofrece unas vistas, según le dijo ese orgulloso bilbaíno, espectaculares.