Cada día laborable un capítulo (10/35) |
El miércoles transcurrió sin pena ni gloria. Nada nuevo apareció en el firmamento de Pedro. Un paseo por la ría, unas vueltas por el Ensanche, horas de lectura y mucha ensalada, al mediodía con pechugas de pollo y a la noche con un poco de salmón ahumado.
El jueves, por el contrario, amaneció con la promesa de nuevos encuentros en la cena a la que Robert le había invitado. No sabía muy bien qué iba a encontrarse. Le confirmó al americano su presencia con una llamada que realizó la noche anterior. Iban a estar doce personas, le dijo. Doce comensales más los dos organizadores. Así pues conocería a un montón de gente.
Preparó el café y se quedó observando las vistas que le ofrecía la ventana: las dos ventanas del piso de enfrente, que parecía estar deshabitado ya que nunca había visto a nadie pasar a través de ellas durante la semana larga que llevaba viviendo ahí, la cristalera de la escalera, parte del tejado y una larga chimenea blanca que se alzaba hacia un cielo claro, ligeramente pincelado por unas nubes pasajeras. Se quedó mirando el paso de los cirros hasta que sonó la cafetera advirtiendo de la subida del café. En ocasiones Pedro había pensado en escribir algo. Historias, reflexiones. Envidiaba a quienes eran capaces de pasar horas frente a un papel, a la pantalla de un ordenador, junto a una ventana que enfocara el cielo como esa que él tenía en la cocina, escribiendo, releyendo y reescribiendo. Nunca lo había hecho. Tal vez en su nueva vida…