Antes de que salga la fumata blanca unas líneas para despedir al Papa que lo deja. Juan José Tamayo lo dice muy clarito en su artículo:
Por mor de su dimisión, Benedicto XVI ha pasado, de la noche a la mañana, de ser uno de los más criticados de los últimos papas dentro y fuera de la Iglesia, de ser acusado de inquisidor de la fe y considerado el látigo intelectual de la modernidad, a convertirse en un respetado y venerable anciano que decide renunciar al pontificado por falta de fuerzas y cuyo pasado se olvida, se pone entre paréntesis, se oculta o se disculpa. A partir del 12 de febrero, día en que anunció su renuncia, las críticas hacia su persona y sus actuaciones se han tornado elogios, y los análisis objetivos de su pontificado se han convertido en ditirambos (“alabanza entusiasta y exagerada de algo o alguien”, María Moliner, Diccionario de uso del español).
La dimisión ha tenido un efecto balsámico y autorredentor. Lo que no deja de ser llamativo tratándose de una persona que está a punto de cumplir 86 años y ha ejercido el poder durante más de siete lustros en puestos de máxima responsabilidad en la cúpula de la Iglesia católica: cinco años como arzobispo de Múnich, una de las diócesis más importantes de Alemania, 23 años como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y casi ocho años de Papa. Lo único que parece quedar de su pasado es el gesto ciertamente inusual, y quizá ejemplar, de la dimisión, que no se había producido en el catolicismo desde hacía seis siglos.
Se pretende eximir a Benedicto XVI de toda responsabilidad en los errores, escándalos, deslealtades, corrupción, abusos sexuales, pederastia, autoritarismo, falta de democracia, irregularidades económicas, robo de documentos, mal gobierno, discriminación de las mujeres y persecución de los teólogos y las teólogas, cuando es el verdadero y principal responsable. Las culpas tienden a cargarse sobre sus más inmediatos colaboradores y sobre Juan Pablo II. Se olvida que, durante buena parte del pontificador anterior, el cardenal Ratzinger fue su ideólogo, su mentor, su brazo derecho y el autor o inspirador de buena parte de los documentos más conservadores de aquel pontificado. Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger eran almas gemelas en plena sintonía, en perfecto entendimiento, sin desacuerdos, con un reparto consensuado de papeles.