La tragedia griega es un género teatral originario de la Antigua Grecia. Inspirado en los mitos y representaciones sagradas que se hacían en Grecia y Anatolia, alcanza su apogeo en Atenas del siglo V a.C.
Las mejores tragedias griegas, como escribió Aristóteles, tratan de crímenes en la familia. Un joven que mata a su padre y se casa con su madre y así llega a ser rey; una madre que para vengarse del marido que la abandona asesina a sus dos hijos; un regente que condena a muerte a su sobrina porque ella quiso enterrar a su hermano, son muy buenos ejemplos.
Los patéticos sucesos suscitaban “compasión” y “espanto” (éleos y phóbos) por empatía con la catástrofe sufrida por los protagonistas del drama.
Pero hay otra tragedia griega, una tragedia que no viven los griegos, la viven los refugiados y los que huyen de sus países en busca de una vida mejor. Acosados y con frecuencia agredidos por las huestes xenófobas de Amanecer Dorado, cientos de miles de inmigrantes malviven en Grecia.
Un limbo infernal, cargado de esperanzas, sueños y peligros para ese afgano que huyó de su país porque se convirtió del islam al cristianismo y temía que lo fueran a linchar, el sirio que abandonó su tierra cuando una bomba destrozó su casa, o aquel sudanés que cruzó la frontera a Libia después de que soldados mataran a su padre y violaran a sus hermanas.
Los tres son tres ejemplos que se han sumado a los ríos de refugiados que fluyen, como siempre desde comienzos de la historia humana, de los lugares más desdichados de la tierra, desembocando hoy en Atenas.
Yo, me acerco como europeo, como ciudadano de la Unión que nunca ha tenido que vivir una situación ni minimamente parecida. Me acerco a Grecia con ganas de conocerla, comprenderla y quererla.
Yo, me acerco como europeo, como ciudadano de la Unión que nunca ha tenido que vivir una situación ni minimamente parecida. Me acerco a Grecia con ganas de conocerla, comprenderla y quererla.