Siempre he tenido por improcedente la presencia de signo o aditamento alguno de contenido religioso en espacio que es propio de lo institucional, cuando ello es propiciado por quien ostenta cargo público; se trata de una incursión, una mixtura incompatible con la aconfesionalidad del Estado, que tal es lo que proclama el artículo 16.3 de nuestra Constitución.
Es fácilmente entendible que los miembros de una institución del Estado, a la hora de comunicarse con terceros, deben mantener una actitud acorde con la laicidad del Estado. Las convicciones religiosas pertenecen al ámbito de lo privado, y aún de lo íntimo, ya que se forjan en lo arcano del alma humana.
Quien ejerce cargo público y en tal condición se dirige a los ciudadanos debiera abstenerse del uso de enunciados o expresiones, jaculatorias o invocaciones propias de una creencia religiosa determinada puesto que no es ese el contexto en el que debe comunicarse con los administrados.
Pero algunos gobernantes (siempre de la derecha, claro) se empeñan en actuar de espaldas a la laicidad del Estado español, y gustan de impregnar actos que son realizados en aquella condición con gestos, señales o mensajes que, por su significación religiosa, están destinados a ser compartidos en la esfera privada con sus correligionarios.