Últimamente, los periódicos abundan en presentar fotos de Albert Rivera y Pablo Casado uno al lado del otro, a veces enfrentados, a veces sonriéndose, ambos esforzándose en colocarse en el medio, lo cual, siendo -como son- pareja de hecho, resulta bastante complicado.
Tras la toma de posiciones del alevín del PP -que le está copiando al líder de Ciudadanos gestos, tics, ideología y currículum-, Rivera debe de sentirse igual que el protagonista de La invasión de los ladrones de cuerpos, con un haba gigante sembrada en el invernadero de la que le empieza a brotar un clon político.
Lo que pasa es que Rivera se acuerda de que él también empezó como un pequeño injerto de extremo centro, un experimento de jardinería contra el nacionalismo catalán regado con dinero del Ibex. Ve crecer las venas, las pestañas, los dientes y duda entre clavarle una estaca o pegarle un abrazo.