Exceptuando la violencia asesina contra el que piensa distinto -impropia de una revolución postmoderna-, el proceso separatista catalán se aplica con esmero a copiar lo peor de la aportación de algunos vascos a la política.
Diferentes observadores han señalado ya rasgos de batasunización en el desprecio de la ley, en el retorcimiento del lenguaje o en la actuación de partidas del tipo CRS o juventudes de algunas formaciones.
Por su parte, hay que reconocer que en lo que hace al comportamiento de los dirigentes institucionales, en los años del plan Ibarretxe ninguno de ellos se planteó ni el engaño, ni la opción abiertamente ilegal, ni tampoco un uso tan férreamente exclusivista de los medios de comunicación públicos.
La verdad es que lo de Cataluña sorprende cada día más y de manera notable la actuación de sus élites de todo tipo, sin excepción, de las culturales a las eclesiásticas, pasando, cómo no, por las políticas.
El minarete en que han convertido el Ayuntamiento de Vic, desde donde diariamente los altavoces arengan a los vecinos y les indican cuáles han de ser sus comportamientos patrióticos, deja pequeña cualquier práctica de reclutamiento para asistir a manifestaciones o para colaborar por la fuerza en causas populares llevadas a cabo por nuestros 'hachebitas' en los peores momentos y en la Euskadi más caníbal.