Esa mañana del jueves me desperté muy pronto y no pude volver a conciliar el sueño. Llevaba tres días en Cambrills y empecé a echar en falta algo interesante que hacer. Las dos mañanas anteriores las pasé leyendo en la terraza y paseando lentamente con mi muleta por entre las calles casi desiertas que conducen a la rambla que limita el municipio por el sur. Es un cauce seco donde crecen las cañas y otros arbustos desordenados que le dan un aspecto natural y salvaje. Por eso me gusta ese sitio. Allí me siento y vuelvo a sacar el libro del macuto que me acompaña a todas partes y leo otro rato hasta que marcho al encuentro de mis amigos al bar del camping, frente a la playa. Un par de cervezas y un aperitivo y a casa, a comer con Unai. La siesta y a la tarde otro paseo, esta vez por la arena, ya que dicen que es bueno para los huesos. Y más cerveza mientras comparto tertulia a la fresca en el jardín de la casa de José. Luego a casa a cenar, con Unai. A eso de las diez y media mi hijo vuelve a salir, hasta las doce y media o una, y yo me quedo en el sofá viendo alguna película.