Una y otra vez repitió mi nuevo y anciano amigo estas palabras durante la visita que le hice ayer al hospital. Lo peor es el dolor. Porque el dolor no te permite concentrarte en lo que pretendes hacer. Está ahí, presente.
Hace unos años experimenté una sensación parecida. No sé bien porqué razón tuve un pinzamiento en la columna, entre las vértebras cinco y seis. Me desperté un sábado de una siesta larga con un ligero dolor de espalda, a la altura del omoplato izquierdo. Culpé del mismo a la postura en la que me había quedado dormido. Según me dijo mi hijo mayor, testigo de la misma, la cabeza parecía haberse quedado descolgada del cuerpo, que a su vez serpenteaba sobre el sofá. Me desperté dolorido, pero la intensidad de ese dolor recién nacido fue un simple apunte de lo que vendría después. El domingo a la tarde el dolor se hizo más patente. Recuerdo que fuimos al teatro mi exmujer y yo con varios amigos. No conseguí encontrar postura durante las dos horas largas que duró el evento. No dejé de mover el brazo y de poner nerviosa a Merche que, poco dada a hacer alardes de paciencia, no dejó de echarme la bronca durante la obra. Y en el camino a casa, afortunadamente corto, siguió la retahila. Verdaderamente razón no le faltaba, porque yo me encontraba doblemente nervioso. Primeramente por el dolor, y luego por todos los gestos que hacía. Movía el brazo izquierdo, de arriba abajo, de abajo a arriba. El hombro, adelante y atrás. La cabeza. Me alisaba el pelo, me lo rizaba. El único consuelo que me quedaba es que parecía estar emulando al sin par Robert De Niro en la película “Despertares”.