Estoy intentando reinventar mi relación con mi hijo. No quiero que me pase lo que me pasó con el mayor. Al llegar a los catorce o quince años las discusiones se hicieron cada vez más frecuentes y más virulentas. Y las reconciliaciones tardaban más y más en llegar. Con Unai no quiero que suceda lo mismo. Por esa razón tengo que reinventar la relación, nuestra relación. Ya no es un niño permeable a mis consejos y a mis órdenes. Es una persona autónoma que quiere ser reconocido como tal. Que quiere su espacio, que se le respete su espacio. Y parte de ese espacio es toda esa información que ya no transmite, que no me cuenta. Y eso que yo no me puedo quejar. Cuando comento estos asuntos con amigos y conocidos con hijos en una edad similar a la de Unai, me doy cuenta de que aún la cantidad de información que Unai comparte conmigo es muy alta. Y se lo agradezco.
Ayer, sin ir más lejos, me obsequió una maravillosa conversación mientras cenábamos.
Ese jueves José volvió a irrumpir en mi casa mientras preparaba el café que iba a tomar con Conchi. Aún estábamos en la cocina. Acababa de llegar cuando José tocó el timbre. Nada más entrar, casi sin mirar a la mujer, maldijo mi manía de vivir sin un móvil, se dirigió a la terraza y se sentó en una de las sillas. Solamente hay dos. Me preguntó a ver si podía hablar a solas, y le contesté que en ese momento no, porque no pensaba echar a Conchi de casa. Se excusó, pero insistió. Yo insistí, pero entonces Conchi me dijo que ya nos veríamos en otro momento.
-¿Cuándo?, -le pregunté.