Esa mañana me levanté algo excitado, con ganas de comenzar mi aventura literaria. Todavía no habían dado las nueve y desde la cocina podía oir el dormir profundo de mi hijo. No le oí llegar. No soy capaz de controlar sus llegadas. No sé si debiera hacerlo. Confiaba en que Unai cumpliera formalmente los horarios. Confiar es bueno, aunque en ocasiones el exceso de confianza conduce a desencuentros irreversibles y grandes decepciones.
Sigilosamente preparé el café y una vez hecho avancé sin hacer ruido hasta la terraza. Me senté frente al mar, junto a la mesa, con el cuaderno de espirales verde abierto por la primera página aún virgen, con un vulgar bolígrafo “Pilot” azul y con una taza de humeante café con una nube de leche. Miré la hoja cuadriculada. Miré el mar, sobre los tejados. Blanco, azul. Y pensé como podía empezar ese diario que se convertiría en mi pasatiempo matutino. Me serviría de distracción durante ese par de horas que transcurrían desde mi primera taza de café hasta la hora del desayuno de Unai.