Durante su exitosa gira por Brasil, el actual pontífice soltó alguna que otra perla que habrá hecho perder ríos de purpurina a la vistosa capa de Rouco Varela, cada vez más viudo de Ratzinger y de Wojtila: como cuando afirmó durante el Via Crucis del último viernes que los jóvenes se alejan de la política por “el egoísmo y la corrupción” de los gobiernos o que se alejan de la fe por “la incoherencia” de la Iglesia, aunque no se sepa a ciencia cierta si incluía en ambos lotes a su célebre fotografía añeja cuando suministraba la comunión al general Videla que a su vez había hecho comulgar a media Argentina con ruedas de molino y picanas de sangre.
Por otra parte, en una toma de contacto con la clase dirigente de Brasil, Jorge Mario Bergoglio –ese es su nombre real y no el artístico–, realizó otra afirmación sorprendente: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”.
Aunque nadie cree que dicha reflexión tenga que ver con una democratización profunda y la aplicación del sufragio universal en la Ciudad del Vaticano, más allá de la purga contra la corrupción que está llevando a cabo su actual jefe de Estado, sus manifestaciones brasileñas tienen mucho que ver con la memoria histórica de América.
...
Más pronto que tarde, saltarán los vaticanólogos a la arena para explicar que el Papa no ha dicho lo que ha dicho. Hay mucho en juego. La propia esencia del Estado español, por ejemplo. Aunque la Constitución reconoce a España como aconfesional, aún estamos lejos del laicismo. Fundamentalmente, por el célebre concordato con la Santa Sede que se firmó por vez primera en 1953 que se ha ido renovando periódicamente entre un frufrú de sotanas en actos públicos y de cargos públicos en ceremonias religiosas. Por no hablar de la exención del IBI a los bienes de la Iglesia, de la costosa restauración con fondos centrales o autonómicos de su patrimonio histórico-artístico; de la enseñanza privada disfrazada de concertada en los presupuestos generales o de la célebre casilla que se mantiene a porfía en la declaración del IRPF y que otorga a la Iglesia Católica un trato especialísimo a dicha confesión, por encima de cualquier otra.