Lluís Companys, segundo por la izquierda,
entre los dirigentes de la Generalitat,
encerrados en la cárcel Modelo de Madrid
tras los sucesos del 6 de octubre de 1934.
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Desafiar al Estado no era una fiesta de pijamas. La revolución de las sonrisas ha cambiado a mueca amarga. El bonito cuento de la convivencia ejemplar en Cataluña se ha acabado. Ahora se percibe miedo, furia, tristeza. Las banderas de cada bando ondean en los balcones. La historia nos enseña que no hay frontera que no se haya dibujado con sangre; tampoco va a imponerse el Estado cogiendo claveles. Debió ser divertido ese fin de semana de encierro en los colegios, seguro que allí había sincera ilusión, pero será más prudente no volver a llevar a los niños y a las abuelas a las barricadas. Ya no estamos en la Diada, adonde se va con los chiquillos con las caras pintadas de estelada a ver los castellers. Esto va en serio. No hay revolución sin destrucción. El dinero, que huele el desorden y sale pitando, no estará allí para saludar a la nueva república, no vaya a ser que se estrene con un corralito y nacionalizaciones.
El independentismo empezó esta semana envalentonado por su éxito de imagen del domingo, esas fotos de ancianas ensangrentadas que dieron la vuelta al mundo y desenmascaraban al Estado autoritario y opresor. Luego se dieron cuenta de que nadie se había tragado la farsa del referéndum. Siguen solos. Y el poder económico, que ejerce cada día su derecho a decidir, se desconecta de ellos.
A esta hora, cuando deberían estar a punto de pulsar el "botón nuclear", les tiemblan las piernas. Se lo piensan antes de hacer saltar todo en pedazos. Soñaban con pasar a la historia como héroes de la nueva patria, pero ya sienten el aliento del poder del Estado en el cogote. No es fácil encaminarse al martirio. Habían puesto por escrito en una ley (ilegal) que van a proclamar la república en 48 horas, pero no sería la primera vez que incumplen sus propias reglas. Se lo prometieron a su gente, que ahora también siente vértigo. Hasta Mas, que empezó todo esto, admite que no están preparados. Algunos dirigentes quieren enfriar el procés.
Puede estar siendo más eficaz la presión del dinero que la de todos los antidisturbios que desembarcaron del barco de Piolín. Algunos, bien informados, sostienen que el independentismo se agarraría ahora a cualquier salida honrosa, de ahí la súplica de una mediación. Pero no puede dar la vuelta un tren sin cambiar de vía. Esta sigue llevando al precipicio.
Claro que hay miedo. Si existe una remota posibilidad de que Cataluña alcance la independencia (de facto, nunca reconocida), pasaría por una movilización extraordinaria y permanente, como la del Maidán en Kiev o la plaza Tahrir en El Cairo. Miren cómo acabaron esas dos historias: una en guerra civil y la otra en dictadura militar. Hemos vivido eso aquí.
Los caminos pacíficos a la independencia son raros. Ha habido más Yugoslavias que Escocias. Se cita a Quebec, uno de los pocos casos en que hay un procedimiento previsto para la ruptura. La verdad es que la Ley de Claridad de Canadá impone unas condiciones tan leoninas para la independencia que ha frenado en seco al nacionalismo. No se reconoce el “derecho a decidir”, se exige una mayoría muy cualificada para empezar a negociar y, atención, no se garantiza la integridad territorial de la provincia que se va.
Cataluña se está despertando del loco sueño de que bastaba con votar y declarar la independencia, y eso ya sería efectivo de inmediato, el Estado se retiraría y la UE abriría los brazos. La convivencia de que tanto presumía la comunidad, con su modelo de asimilación lingüística y su sociedad multicultural, está hecha añicos.
Es una pena: si el Govern estuviera dispuesto a reconocer que no puede llegar a la independencia y abandonara la rebeldía a la ley, solo en ese caso, podría llegar a una negociación en una posición de fuerza para lograr, si son pacientes, las mayores concesiones hechas nunca a Cataluña, no ya en una España federal, sino casi confederal. Los líderes de la Generalitat seguramente no se librarían de las condenas que les esperan, pero habrían hecho un servicio a su país mucho mejor que abocarnos a la confrontación.
Eso sí sería una puerta abierta como la que Puigdemont dejaba ver a su espalda en su mensaje televisado. Nos tememos que elija seguir los pasos de Companys.
A esta hora, cuando deberían estar a punto de pulsar el "botón nuclear", les tiemblan las piernas. Se lo piensan antes de hacer saltar todo en pedazos. Soñaban con pasar a la historia como héroes de la nueva patria, pero ya sienten el aliento del poder del Estado en el cogote. No es fácil encaminarse al martirio. Habían puesto por escrito en una ley (ilegal) que van a proclamar la república en 48 horas, pero no sería la primera vez que incumplen sus propias reglas. Se lo prometieron a su gente, que ahora también siente vértigo. Hasta Mas, que empezó todo esto, admite que no están preparados. Algunos dirigentes quieren enfriar el procés.
Puede estar siendo más eficaz la presión del dinero que la de todos los antidisturbios que desembarcaron del barco de Piolín. Algunos, bien informados, sostienen que el independentismo se agarraría ahora a cualquier salida honrosa, de ahí la súplica de una mediación. Pero no puede dar la vuelta un tren sin cambiar de vía. Esta sigue llevando al precipicio.
Claro que hay miedo. Si existe una remota posibilidad de que Cataluña alcance la independencia (de facto, nunca reconocida), pasaría por una movilización extraordinaria y permanente, como la del Maidán en Kiev o la plaza Tahrir en El Cairo. Miren cómo acabaron esas dos historias: una en guerra civil y la otra en dictadura militar. Hemos vivido eso aquí.
Los caminos pacíficos a la independencia son raros. Ha habido más Yugoslavias que Escocias. Se cita a Quebec, uno de los pocos casos en que hay un procedimiento previsto para la ruptura. La verdad es que la Ley de Claridad de Canadá impone unas condiciones tan leoninas para la independencia que ha frenado en seco al nacionalismo. No se reconoce el “derecho a decidir”, se exige una mayoría muy cualificada para empezar a negociar y, atención, no se garantiza la integridad territorial de la provincia que se va.
Cataluña se está despertando del loco sueño de que bastaba con votar y declarar la independencia, y eso ya sería efectivo de inmediato, el Estado se retiraría y la UE abriría los brazos. La convivencia de que tanto presumía la comunidad, con su modelo de asimilación lingüística y su sociedad multicultural, está hecha añicos.
Es una pena: si el Govern estuviera dispuesto a reconocer que no puede llegar a la independencia y abandonara la rebeldía a la ley, solo en ese caso, podría llegar a una negociación en una posición de fuerza para lograr, si son pacientes, las mayores concesiones hechas nunca a Cataluña, no ya en una España federal, sino casi confederal. Los líderes de la Generalitat seguramente no se librarían de las condenas que les esperan, pero habrían hecho un servicio a su país mucho mejor que abocarnos a la confrontación.
Eso sí sería una puerta abierta como la que Puigdemont dejaba ver a su espalda en su mensaje televisado. Nos tememos que elija seguir los pasos de Companys.
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Artículo y foto recogidas del artículo
de Ricardo de Querol en elpais.com
con el que coincido en gran parte.
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Artículo y foto recogidas del artículo
de Ricardo de Querol en elpais.com
con el que coincido en gran parte.
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