Hace unos meses se montó la mundial y las flamígeras redes sociales ardieron con un tuit de la revista El Jueves en el que se daba por demostrado que la condición de víctima de lo que fuera no eximía a nadie de ser un imbécil. El axioma se refería a Ortega Lara y la presunta imbecilidad se contenía en unas declaraciones del actual icono de Vox en las que afirmaba que la Guerra Civil seguía siendo para la izquierda un trauma del que no se había recuperado y que impedía su evolución.
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Nadie puede discutir al ex funcionario de prisiones el calvario de su encierro en un zulo de ETA ni el impacto de verle aparecer 532 días después convertido en un esquelético conde de Montecristo, inequívoca muestra de la barbarie de sus captores. Pero una cosa es que su sufrimiento merezca solidaridad y respeto y otra muy distinta que haya que comulgar con su ideario.
Algunas de estas víctimas directas o indirectas del terrorismo y de otros tipos de violencia han sido convertidos en estandartes de algunos partidos políticos, que han querido aprovechar la empatía que transmiten para obtener réditos electorales o apuntalar algunas de sus propuestas más reaccionarias.
Transformado en político, está expuesto a la crítica y a los calificativos. No es una falta de respeto a su figura afirmar, por tanto, que sus postulados son de extrema derecha o que algunas de las cosas que dice son auténticas majaderías.
La más reciente ha sido su condena a la eutanasia con el argumento de que si se abre esa puerta nadie puede asegurar “que a los mayores no se les eutanasie (sic) por no ser productivos”.
Esta deliberada confusión entre eutanasia y eugenesia nos devuelve al principio. En efecto, la condición de víctima no exime a nadie de sus defectos porque el reparto de la estulticia siempre fue muy caprichoso. No vacuna contra nada. Se puede ser víctima e imbécil al mismo tiempo, dicho sea con todos los respetos.