Cuatro años de degeneración democrática, de mentiras sistemáticas, de aliento de los peores instintos humanos y de administración incompetente terminan. El legado que dejan es división, desconfianza, rencor.
Biden afronta tres órdenes de desafíos extraordinarios.
El primero e inmediato es el flagelo pandémico, en sus vertientes sanitarias y económicas.
El segundo y subyacente es la enfermedad de la democracia estadounidense, con la grave división de su sociedad y las debilidades que ha expuesto el trumpismo.
El tercero y exterior es el imparable ascenso de China y la correspondiente erosión de la prominencia de EE UU y Occidente.
La tarea es ímproba; el éxito, cuando menos, muy difícil. Pero, de entrada, algunos elementos apuntan en una dirección esperanzadora. Tres palabras han destacado en el discurso inaugural de Biden: unidad, verdad, democracia.
Lo fundamental es no olvidar que Trump no es un tumor de la democracia ya extirpado. Es un síntoma. El descontento ciudadano que subyace a su auge; los medios digitales e informativos que lo permitieron; la actitud lacaya de parte del estamento político… todo sigue ahí. Las democracias son frágiles, recordó Biden.
Y el mensaje no vale solo para EE UU.