Sabíamos que el rey estaba tocado, pero no tanto: oyendo estos días cómo monárquicos de toda la vida y juancarlistas leales se lanzan al debate sobre la abdicación, cualquiera pensaría que el declive del Borbón es ya caída libre. Pero no nos engañemos, ni nos engañen: el debate sobre la abdicación es una manera de salvar la monarquía de su propia autodestrucción, y una forma de desviar la atención del fondo del asunto.
En el ajedrez es habitual el sacrificio de una pieza como movimiento táctico, para mejorar la posición de otras piezas, preparar un jaque, evitar una derrota o ganar tiempo. Algo así pretenden quienes desde filas monárquicas proponen la abdicación: sacrificar una pieza para salvar la partida. Sí, en este caso la pieza tumbada es la más importante del tablero. Pero el movimiento es posible porque la monarquía es un ajedrez tramposo donde, una vez caído el rey, se permite coger la dama o un alfil, coronarlo y seguir jugando.
De eso se trata ahora: de continuar la partida, seguir jugando al mismo juego y con las mismas reglas ventajistas con que llevan moviendo las piezas casi cuarenta años. A la vista del deterioro galopante del rey, la operación consiste en adelantar el relevo, sentar al príncipe en el trono para consolidarlo antes de que la corona se descomponga más.
Pese a la insistencia de ese runrún abdicante, todavía hay un obstáculo importante para que se produzca el relevo: el propio rey Juan Carlos. Él sabe mejor que nadie que si cede la corona pierde la inviolabilidad que le reconoce el artículo 56 de la Constitución, que pasaría a su hijo como nuevo rey. Renunciar a la inviolabilidad penal significa arriesgarse a ser investigado, denunciado y hasta condenado. Y a la vista de lo que vamos sabiendo, no creo que esté dispuesto, salvo que le garanticen una inviolabilidad vitalicia.
Y es que ahí, en la inviolabilidad y demás privilegios vinculados a la corona, está la madre del cordero: en la propia sustancia de la institución monárquica, que ha permitido un rey inviolable, blindado, intocable, que se ha sentido impune para vivir a su antojo sin rendir cuentas a nadie. Una impunidad que se extendió a otros miembros de la familia.
Lo que ha fallado, lo que está desgastado, no es el rey Juan Carlos, sino la monarquía como tal. Lo corrompido no es un cuñado, un secretario personal o una infanta, sino el concepto mismo de “familia real”, que contiene la semilla para el abuso. Es la institución en sí misma la que está desprestigiada, no su titular. Es la corona la que ha quedado amortizada.
Abdicación, sí. Pero del rey, el príncipe y toda la familia. La única abdicación que nos vale es la de la monarquía en favor del pueblo soberano.