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La gran cuestión del día siguiente al 21-D no será contar los votos independentistas y los que no lo son, ni siquiera lo será saber si el eje nacional cambia al eje ideológico. La única preocupación debería ser cómo reconstruir el país, recupera las instituciones y cerrar las heridas sociales abiertas.
Todo eso se podrá hacer con un acento más o menos soberanista, más de izquierdas o más de derechas, pero si los partidos no son capaces de entender el momento de fragilidad que el país vive, Catalunya puede convertirse en una realidad menor.
O se entierra el procesismo o se entrará en un túnel demasiado oscuro. Escuchar a Carles Puigdemont decir desde Bruselas que el 21-D será la segunda vuelta del 1-O hace temer que, como el hámster, los catalanes no sean capaces de salir de la rueda, por mucho que la hagamos girar.
No estoy diciendo que los partidos no deban luchar por lo que creen: es perfectamente lícito aspirar a la independencia. Pero ahora ni existe una clara mayoría social, ni un país fuerte, ni complicidades internacionales. O se cambia de paradigma o el paradigma les cambiará negativamente.