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A tenor de ese principio, es inútil entrar en debate con los dirigentes de la Iglesia, pues su máximo dignatario, el Papa, sólo es el representante de quien en última instancia toma las decisiones. Luego lo más lógico sería emplazar a Dios a que explique las razones por las que esos 498 muertos sí deben ser beatificados y, en cambio, se niega igual trato a otras víctimas de aquel ignominioso episodio, en el que en uno y en otro bando hubo asesinos.