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jueves, 15 de julio de 2021

Hay que dejar la lengua y las lenguas en paz.
En ellas manda la colectividad.
Si los ciudadanos son los depositarios de la soberanía política,
los hablantes son los de la lingüística

El otro día, hablando en el idioma de Cervantes sobre la provincia catalana sin vistas al mar, me corrigió un oyente diciéndome que se decía Lleida y no Lérida, que eso era cosa de "españolazos". Simplemente le sonreí.

Cuando hablamos o escribimos debemos procurar mantener separadas, primero las ideologías políticas, y además, las lenguas que conozcamos y saber utilizar o la una o la otra. Esto es signo de un grado de bilingüismo más equilibrado; y, por consiguiente, da una imagen más positiva del locutor. No hacerlo así, y mezclarlo todo suele ser ejemplo de gente incapaz de aprender un idioma, por diferentes motivos, y para "autojustificarse lingüística y políticamente" los mezcla para intentar aparentar conocimiento de ambos. Práctica muy frecuente en mi entorno.

Por eso, si utilizo el español y me refiero a la capital del Reino de los Belgas, hablaré de Bruselas y no de Bruxelles; o si me refiero de la capital del Reino Unido, hablaré de Londres y no de London; o si me refiero a la región francesa donde se encuentra una de las sedes del Parlamento Europeo, hablaré de Alsacia y de Estrasburgo y no de Alsace y de Strasbourg. Y así multitud de ejemplos: Nueva York, Moscú, Pekín, ...

Del mismo modo, cuando se usa el español, hay que utilizar los topónimos tradicionales en español y decir Gerona, Lérida, Orense, La Coruña, Guipúzcoa, … y no, como pretenden los maestros Ciruela de la casta política, GironaLleida, Ourense, A Coruña, o Gipuzkoa, … Y éstos son sólo algunos ejemplos.

Por otro lado, desde el punto de vista del funcionamiento del lenguaje, hay que insistir en el hecho de que el uso de las lenguas es uno de los lugares donde el poder del pueblo y, por lo tanto, la auténtica democracia directa son una realidad tangible. En efecto, una lengua es y será lo que deciden, con el uso oral o escrito, los usuarios de la misma: los locutores. Ni la Real Academia Española (RAE), ni los indocumentados maestros Ciruela de la casta política, aún menos, pueden prescribirnos cómo debemos hablar o escribir. En el campo lingüístico los ciudadanos-locutores son auténticos soberanos e imponen su ley: los usos lingüísticos.

Por lo tanto, si la RAE, ese conclave de sibaritas del lenguaje, no puede imponer los usos del español, con menor motivo podrán hacerlo los maestros Ciruela de la casta política. Como decía el lingüista y también académico E. Alarcos-Llorach, “hay que dejar la lengua y las lenguas en paz. En ellas manda la colectividad. Si los ciudadanos son los depositarios de la soberanía política, los hablantes son los de la lingüística”. Por su lado, el también académico y lingüista Gregorio Salvador, no se cansaba de repetir que “las academias son como los notarios […], que sólo dan fe de que tal cosa se dice así en tal nivel de uso”.