Cada semana, desde hace ya algún tiempo, la comparecencia del Gobierno en el Parlamento para dar cuentas de su gestión, algo a lo que está obligado por ley, se ha convertido en un combate verbal que nada tiene que envidiar al de los dos hermanos de Antígona, Eteocles y Polinices, al comienzo de la obra ni al que librarán luego físicamente ante las murallas de Tebas delante de todos sus compatriotas.
Cierto que en el Parlamento español, por fortuna, la sangre de verdad no corre (aunque a más de uno le gustaría, me temo), pero las puñaladas dialécticas, la agresividad verbal y las descalificaciones personales del contrario podrían entrar muy bien en la categoría de tragedia griega tal es el desasosiego que nos producen a quienes las escuchamos por la televisión o las leemos después en la prensa escrita sin dar crédito a veces a nuestros ojos y nuestros oídos.
El discurso del líder de la oposición de esta pasada semana, por ejemplo, en respuesta a los indultos a los independentistas catalanes presos por parte del Gobierno fue —al margen de que se esté de acuerdo o no con su posición— más propio de un personaje de ópera trágica que de un político moderno y actual, tal era su sobreactuación, mientras que el del líder de la ultraderecha parecía directamente sacado de la mitología griega: la ira de los dioses, la traición, la patria sin honor, la sangre derramada inútilmente, la vergüenza...
Bastaba cerrar los ojos para escuchar en la televisión a Antígona o a cualquiera de los personajes de su tragedia en lugar de a unos políticos del siglo XXI cuya misión consiste en procurar la normal convivencia y el progreso de sus compatriotas.