Por mucho que griten y gesticulen, por muchas barbaridades que
digan, los exponentes de la derecha que salen a la palestra tratando de lucirse con insultos que suenan a patio de colegio no son creíbles. Se les nota demasiado que su ira es fingida, que sus críticas son cálculo político.
Sin embargo, hay motivos para preocuparse. No por la incidencia que puedan tener esos argumentos, sino porque su acción constante, impenitente, puede estar debilitando, y cada vez más, las bases en las que se asienta la democracia.
El espectáculo tiene su origen hace dos años cuando las urnas le dijeron a Feijóo que no iba a poder gobernar, que, si se ponían de acuerdo, como terminó ocurriendo, todos los partidos que de una u otra manera habían estado contra el franquismo, el poder se le iba a escapar de las manos a la derecha.
La reacción del PP fue negarse a aceptarlo e improvisar una estrategia que le hiciera la vida imposible al PSOE y a su bloque gubernamental.
Una parte de los jueces, se convirtieron así en lo que en tiempos anteriores, en los 80, habían sido los militares.
En la amenaza mayor contra el futuro de la democracia.
Y en esas estamos. La ofensiva sin escrúpulos de las derechas españolas está ahogando cualquier intento de normalidad política.
El resultado de ese enfrentamiento tan irracional no es el desgobierno, que Sánchez trata de impedir por todos los medios a su alcance, sino el desconcierto.
Que una señora política muy ambiciosa pero muy cortita quiera reabrir el debate sobre el derecho al aborto, algo que podrá satisfacer a la Iglesia católica más ultramontana pero que la mayoría de los españoles tiene plenamente asimilado. O que el cerebro pensante de esa señora política haya reconocido en un tribunal que ha mentido, que el argumento principal de la causa contra el fiscal general del Estado es falso y que ningún juez haya movido un dedo para procesarle por tan flagrante delito, demuestra lo afirmado arriba.