Es un adjetivo tan poderoso que conviene pesarlo, medirlo, pensarlo muy bien antes de usarlo. Juan Carlos de Borbón también fue ejemplar, más que nadie, antes incluso que campechano, durante la mayor parte de su reinado.
Quienes afirman que en las dos últimas décadas del siglo XX era una persona y en los primeros años del XXI se convirtió en otra distinta, difícilmente convencerán a alguien.
Cuando Felipe VI aprovechó el aniversario del 23-F para hacerle un homenaje, por encima de las voces que reclaman la desclasificación de documentos esenciales para que los españoles comprendan perfectamente lo que sucedió entonces, me pareció una jugada arriesgada.
Que Juan Carlos apenas esperara tres días para presentar una segunda regularización fiscal al menos dudosa representa, más allá de la certeza del delito y las sombras que arroja sobre la Fiscalía y la Agencia Tributaria, la deslealtad quizás suprema de un hombre que ya fue desleal con el general Franco y con su propio padre.
Disociar su conducta de la institución que encarnó también es complicado. Juan Carlos sólo pudo hacer negocios y cobrar comisiones porque era Rey de España, un Rey en absoluto ejemplar, pero un Rey.
No parece verosímil que Felipe VI estuviera al tanto de sus intenciones cuando pronunció su discurso, porque ha sido el principal damnificado de esta maniobra.
Pero precisamente por eso, no debería conformarse con la preconcebida etiqueta de ejemplaridad que le cuelgan unos y otros, aproximadamente los mismos que adornaron la figura de su padre con tantas virtudes imaginarias.
Debería demostrar que es ejemplar publicando el patrimonio de toda su familia y sometiendo sus gastos a la inspección del Tribunal de Cuentas. Eso, como mínimo.
El Rey Juan Carlos en una imagen de archivo.