Ha muerto Jorge Rafael Videla, la figura más representativa del terceto que tomó el poder para protagonizar la dictadura más sangrienta que sufrió Argentina a lo largo de su historia.
El tiempo que vino después nadie lo desconoce: campos clandestinos de tortura; robo de niños recién paridos, con la consecuente eliminación de la madre; prisioneros arrojados al mar, en la mejor tradición exterminadora de sus maestros, los militares franceses que actuaron en Argelia.
Y lo hicieron bajo el palio de la jerarquía eclesiástica católica, que además de bendecir el “baño de sangre necesario para redimir Argentina”, mantenían sacerdotes en los principales campos de concentración para fortalecer la fe de los torturadores que sufrían en su conciencia lo que estaban haciendo. Nombrar las pocas excepciones a esa conducta no precisa listas, sólo hubo dos o tres obispos que se mantuvieron críticos, y sus nombres permanecen en la memoria de los argentinos. Aún hoy no se ha conseguido que la Iglesia libere –o exponga, use la palabra que guste— a esos cómplices de su organización, para que testimonien lo que saben sobre los desaparecidos.
Que haya muerto Videla no tiene relevancia. Era un hombre mayor, y lo suyo es una consecuencia de las estadísticas. Un hombre convencido de la necesidad de hacer lo que hizo, que nunca se mostró arrepentido. Según el refrán, muerto el perro se acabó la rabia. Pero no es verdad ni lo del perro ni lo de la rabia. No se acaban nunca. Especialmente cuando se centra el “pecado” de muchos en un par de responsables únicos.
Sí, la muerte de Videla, y por un problema simple de edad, permite el olvido de la responsabilidad de los muchos que contribuyeron, antes, durante y después, a que el genocidio sucediera.