10.
A las siete de la tarde del miércoles llegó Arantza a la tienda de Iturribide. Antes de entrar se aseguró de no reconocer ningún rostro entre los que a esa hora circulaban por la transitada calle peatonal. Gente que subía al populoso barrio de Santutxu y gente que bajaba al concurrido Casco Viejo. Algunos entraban en las tabernas de la calle, otros en alguna de las numerosas tiendas de alimentación, muchas de ellas regentadas por emigrantes de procedencia diversa, y la mayoría simplemente pasaba rumbo a destinos más lejanos.
Nordin estaba tras el mostrador, escuchando algunos temas de blues viejos a través del ordenador, tan antiguo casi como las canciones que sonaban, comiendo cientos de pipas cuyas cáscaras se arremolinaban desordenadamente alrededor de un cenicero repleto de restos diversos. Se levantó al ver a la chica.
-Hombre, ¡cuánto tiempo!- fueron las palabras que utilizó a modo de saludo.
-¡No tanto!, -respondió la chica mientras se acercaba al expositor lleno de alimentos diversos y objetos para el hogar y la higiene personal. Se dieron un par de besos en las mejillas. -¿Estás solo?
-Pedro y Robert estarán al llegar. El americano terminaba una clase a las seis y media en Lejona. Lo que tarde el metro. Y Pedro seguramente esté en su casa entretenido con algún libro o escuchando algún disco de Miles Davis. ¿Quieres algo mientras tanto?
-No, no. En realidad tengo un poco de prisa y por otro lado prefiero que no me vean por aquí. Adrián está muy mosqueado con lo de la carta, y después de lo que le pintasteis ayer en el cristal del escaparate aún más. Me ha llamado esta mañana al trabajo y me ha dicho simplemente que de momento he ganado, que se retira, pero que él me quiere y que está seguro de que yo también le quiero, por lo que una vez que las cosas se tranquilicen volverá a la carga. Por eso te digo. Prefiero que no me vea con ninguno de vosotros, no vaya a ser que una cabos. Os he traído el dinero. Estoy un poco asustada, no sé si lo que hemos hecho es una locura, fruto del calentón de una noche de fiesta, de un hartazgo momentáneo, no sé. Pero soy persona de palabra. Quedamos en trescientos por semana y….
-¡Qué agradable visita! –era la voz de Robert, cuya figura apareció en ese instante en el umbral de la tienda. -¿Qué te ha parecido nuestra eficacia? En un par de días el problema resuelto.
-Eso espero, -contestó Arantza con el rostro serio. No podía disimular su preocupación. –Justamente es lo que le estaba contando a Nordin. No sé si va a ser peor el remedio que la enfermedad. Por un lado Adrián está enfadado por las amenazas, por las pintadas. Me ha vuelto a llamar esta mañana y no me ha gustado ni el tono utilizado ni las palabras empleadas.
-¿Le tienes miedo? –preguntó Pedro que acababa de llegar y no había querido interrumpir a la chica.
-Un poco. Creo que sí. –Arantza, insisto, era una chica guapa, con unos bonitos ojos verdes y una llamativa melena castaña. Pero todos sus atributos se multiplicaban cuando sonreía. Sin sonrisa su rostro era mucho más corriente. –Tengo ganas de correr el telón a este capítulo. Que se termine. Aunque lo habéis resuelto enseguida, yo os voy a pagar seiscientos euros, como si hubierais trabajado dos semanas.
-Pero eso no es justo, -intervino Pedro.
-Prefiero que vosotros también os quedéis a gusto y olvidemos esta historia.
-Vamos, que nos pagas para librarte de nosotros, -dijo Robert que en esos momentos sufría un cruce de sentimientos: alegría por los billetes que le ofrecía la chica y enfado por la manera y la urgencia con la que Arantza quería librarse de ellos. -¿No volverás a ninguna de las cenas que organicemos a partir de ahora?
-No lo sé. De momento aquí tenéis el dinero.
Arantza dejó los doce billetes de cincuenta euros sobre el mostrador, sonrió apurada a sus interlocutores y abandonó el local tras un fugaz “adiós”.
Los tres amigos se quedaron en silencio, cabizbajos. Robert cogió el dinero, lo contó y lo repartió con Nordin.
-¿Tú coges? –preguntó al madrileño.
-Ya os dije que no. No necesito. Yo soy un ayudante voluntario y voluntarioso. Pero no me ha gustado mucho cómo ha terminado todo esto. Porque creo que no ha terminado. Ese Adrián me parece que es un rencoroso peligroso y esta estupenda chica es una insegura veleta enamoradiza.
-¡Vaya con el psicólogo Express! En cinco minutos concluyes lo que a un psicoanalista argentino le costaría meses. ¡Te equivocaste de oficio!
-Fuera de bromas, -le interrumpió el madrileño mientras se acercaba al frigorífico donde Nordin guardaba las cervezas. Cogió una Voll-Damm y pidió permiso al marroquí para abrirla. -¿Puedo?
-Por supuesto. No tienes que preguntar, -contestó el africano.
-¿Vosotros queréis otra?
-Yo prefiero una de las del Aldi, -contestó el americano seleccionando una lata negra con una marca desconocida que empezaba con S y presentaba un ingente número de letras más. -¿Quieres tú Nordin?
-Si, dame una.
-No quiero ser un cenizo, odio a los cenizos, pero fuera de bromas creo que esta historia no se va a acabar aquí. El niño pija se ha rendido momentáneamente porque es listo y comprende que si le atacamos su tienda y su negocio, estos se van a resentir. A la gente no le gusta que su interiorista esté metido en asuntos de amenazas, malos tratos, pintadas, etc… ¿O no es así?
-Supongo. ¿Pero que va a podernos hacer? –preguntó Nordin que se estaba tomando los comentaros del madrileño más en serio que el americano.
-Pues, por ejemplo, lo mismo que nosotros le hemos hecho a él. Puede venir directamente a este negocio y complicarte la vida. Puede, por la razón que sea, enterarse de quienes han pintado su escaparate, dedicarse a seguirnos un par de días y mandar una carta a nuestras vecindades contando unas aterradoras mentiras sobre cada uno de nosotros. De un moro puede contar un montón de cosas que mucha gente está deseando creer. De un yanqui parecido y de un madrileño que lleva algo más de medio año en Bilbao ni te cuento.
-Estos vascos están muy locos. Podrían acusarte de ser un policía secreta que está en misión especial para supervisar la rendición de ETA. –Intervino Robert divertido y escéptico. – Eso aquí es muy peligroso. Todavía quedan muchos aberchalotes con ganas de dar leña. Algunos tendrán un vacío vital importante con esto de la paz.
-Pues no sé. No conozco suficientemente a los vascos. Tú llevas más tiempo viviendo con ellos. –Pedro mantenía el tono serio de la conversación. –Lo único que quiero decir es que no bajemos demasiado la guardia. Perfectamente Adrián ha podido seguir hoy a Arantza para ver qué es lo que hacía, o ha ordenado a alguien que lo haga. Lo sabe casi todo de la chica, dónde vive, dónde trabaja. Lo tiene muy fácil.
-¿Os apetece cenar un kebab? –propuso Robert. –Hoy invito yo. No sé qué hacer con tanto dinero. ¡Trescientos euracos!
Pedro sintió que le hubiesen interrumpido, pero aceptó deportivamente el cambio de rumbo que el americano quiso dar a la conversación. A veces era demasiado cenizo. Con mucho era el más cenizo de los tres, cosa que, por otra parte, era sencillo. Y él odiaba a los cenizos. No quería soportar a los cenizos y mucho menos convertirse en uno de ellos. Así que contestó a Robert con entusiasmo.
-Uno bien grande.
-El mío igual, -respondió Nordin.
Robert salió a la calle y en un puesto cercano regentado por un compatriota de Nordin compró tres kebabs de cordero. Esperó pacientemente a que los preparara y volvió con ellos al “txiki market”. Cenaron con avidez, y una vez concluido el manjar turco se despidieron.