24.
Esa noche Pedro había dormido placenteramente tras haber pasado varios minutos pensando en Irene. Intentó ordenar los pros y los contras. E intentó convencerse de que sería una idea estupenda dejarse llevar, sin miedos ni precauciones, por lo que aconteciera, como hacían Robert y Nordin. Sin forzar, pero sin poner límites a nada. Aunque no quería atarse afectivamente a nadie, era imposible controlar lo que iba surgiendo. Y tampoco pudo a esas horas controlar su sueño. Y se durmió.
Y llegó el jueves. Y ese jueves frío de invierno, al despertarse, Pedro, obsesivamente volvió a pensar en lo mismo. Irene, Irene e Irene. ¿Hasta dónde quería llegar? ¿Hasta dónde iban a llegar aunque no lo quisiera?
Abandonó la cama intentando abandonar esas reflexiones obsesivas para ordenar las tareas que debía acometer esa mañana. Arantza era su tarea. Así que desayunó, hizo sus tradicionales necesidades en el lavabo, se duchó y después de vestirse con ropa de abrigo, salió a la calle poniendo rumbo al rascacielos bilbaíno, rey indiscutible del skyline de la ciudad. Llegó pasadas las nueve. A esas horas un número notable de personas entraba y salía del singular edificio. Pedro se situó junto a la puerta a escasos metros de distancia. No quería que la chica pasara de largo, oculta entre la multitud. Pero no hubo suerte. Se enfadó consigo mismo por no haberse levantado algo antes. En muchas oficinas la jornada daba comienzo a las ocho. Seguramente Arantza ya estaba dentro. Tal vez, con suerte, pensó, en un par de horas abandonara su puesto de trabajo para tomar un café junto a algún compañero.
Confiando en que sus suposiciones fueran ciertas se dirigió a una cafetería cercana y pidió un cortado descafeinado. Últimamente en los bares siempre pedía café descafeinado. El primer café, el de casa, le sentaba muy bien, pero cuando se arriesgaba bebiendo un segundo notaba que los nervios le afloraban y que se veía condenado a pasar un par de horas incómodamente alterado. Así que, había decidido tomar un solo café auténtico al día. Los demás, si los hubiera, descafeinados.
Se acodó en la barra, sentándose en un taburete desde el que podía vigilar la puerta de acceso al edificio. Se acordó de sus largas estancias en la cafetería del hotel Ercilla esperando a que Lamikiz hiciera su aparición por los alrededores. En esta ocasión todo iba a ser más fácil. No se trataba de espiar a Arantza, sino de asaltarla directamente y preguntarle sobre las pretensiones de Adrián.
Apuró la taza, rebañó con la cucharilla el azúcar impregnado del sabor del café y al no tener nada mejor que hacer comenzó a hojear el periódico que otro cliente del establecimiento había dejado a su alcance. La prensa le aburría. Siempre lo había hecho. Hubo un tiempo en el que intentó convertirse en un asiduo lector de El País, leyendo con atención sus largos artículos de política internacional, intentando conocer dónde se situaban los conflictos, reflexionando sobre las peroratas de los colaboradores que ocupaban las páginas de opinión. Pero terminó por aburrirse. En muchos casos más literatura que pensamiento. Descubrió que aprendía más comentando con sus amigos los diversos sucedidos que devorándose esos artículos un tanto pedantes y siempre excesivamente largos.
Cuando llegó a las páginas deportivas del Correo oyó una voz conocida a su espalda. Se giró y la vio allí, junto a aquel compañero de trabajo que dejaron abandonado en la trastienda, totalmente borracho, el día en el que se celebró la última cena de Iturribide. Seguían siendo amigos. El la habría perdonado, asunto mucho más sencillo cuando la persona a quien se tiene que perdonar es una joven guapa y dicharachera. La miró y ella también le miró, sin decirse nada. Pedro dedujo, por la manera de desviar su mirada, por la forma precipitada en que se llevó la taza de café a sus labios, que le había reconocido y que no era precisamente el encuentro que ella hubiese deseado tener. A la espalda de Pedro estaba el joven, que no entendía la precipitación con la que de repente se movía su compañera. Entonces, Pedro, sorprendiéndose a si mismo abandonó su taburete, se acercó a Arantza y le dijo:
-Esperaba poder encontrarte. ¿Te importaría que tuviéramos una breve conversación privada en cuanto acabes tu café? Serán un par de minutos.
El acompañante de Arantza observó a Pedro de arriba abajo. Creía conocerle, pero no se acordaba del lugar en el que lo había visto.
-¿Conoces a este señor? –le preguntó a su compañera.
-Si. Y no tengo inconveniente en dedicarle unos minutos. Primero terminaré este café. –Intentó decirlo de manera calmada, pero el nerviosismo revoloteaba por todas y cada una de las palabras que había pronunciado.
-Estupendo. Te espero aquí mismo. –Y Pedro volvió a ocupar su puesto.
Mientras esperaba pagó su cortado. Había pensado pagar la consumición de sus vecinos de barra, pero cambió de idea en cuanto le dijeron el precio de su pequeño cortado descafeinado. En algunos locales de Bilbao no tenían la menor de las mesuras al establecer los precios. ¡Y eso que estaban en plena crisis!
Poco después Arantza se le acercó tras haber despedido a su amigo.
-¿Qué quieres?
-Hola Arantza. Creo que sabrás porqué he venido a hablar contigo. –Pedro intentó adoptar un tono tranquilizador. –Tu amigo Adrián ha aparecido en Iturribide, en un par de ocasiones. Se ha plantado allí, frente a la tienda, sin decir nada, mirándonos, sin apartar la vista, desafiante. ¿Lo sabías?
-¿Que Adrián ha ido a Iturribide?
-Eso es lo que te he dicho. No sabemos qué es lo que se trae entre manos, qué planea. Pero no es muy normal lo que está haciendo. Y no podemos comprender cómo ha dado con nosotros. Siempre que nos preguntamos cómo nos ha encontrado llegamos a la misma conclusión: tú se lo has dicho. ¿Es eso cierto?
-Sí, se lo dije. Adrián y yo hemos vuelto, mejor que antes, con más libertad, con menos posesión y exclusividad. Él está más tranquilo. Al menos eso es lo que creo. Un día, después de bastantes copas de champagne, me contó lo de las amenazas, lo del escaparate y todo eso. Me dijo que le había hecho mucho daño. Que él no se identificaba con lo que las notas que le enviasteis decían de él. Me dio pena. Quizás el alcohol incrementó la pena. Y entonces se lo conté. Un poco, pero empezó a atar cabos. Luego hicimos el amor de nuevo, más champagne y más preguntas. Y ahí pensaba yo que había terminado todo. En ningún momento me dijo que quería vengarse de vosotros. Ni de mí, porque también le conté que os había contratado.
-Pues estaría bien que ahora fueras tú quién le entresacaras información sobre sus intenciones. Yo no le he visto, pero según lo que me han contado Nordin y Robert se queda ahí plantado con una cínica sonrisa, los brazos cruzados e inmóvil. Y poco después, una vez que ha sido visto, desaparece. No me gusta nada. Me recuerda a De Niro en “Taxi Driver”.
-Es su película favorita. Seguramente esté disfrutando mientras le imita. ¿No lleva esa vieja chaqueta de color caqui? Tiene una igual que compró hace años en Nueva York. Solamente falta que se deje el pelo como Travis.
-¿Vas a hablar con él?
-Intentaré que me cuente qué es lo que piensa hacer. Pero no creo que se ponga a pintar escaparates ni a rayar coches. Simplemente juega a ser Travis y a poneros nerviosos. Adrián me gusta. Es una máquina en la cama, pero he de reconocer que es un tipo muy extraño. Capaz de todo. Puede ser muy tierno y puede ser un animal desbocado. Creo que eso es algo que me atrae de él. Esos contrastes.
-Pues ten cuidado.
-Lo tengo. Creo. Si me entero de algo os llamo. Tengo el teléfono del americano. ¿Cómo se llamaba?
-Robert, como De Niro.
-Sí es verdad. Me acuerdo. ¿Te parece bien?
-Estupendo.
Se despidieron nada más salir a la calle. Arantza entró en el emblemático edificio y Pedro caminó hacia el parque de Doña Casilda. Una vez allí decidió entrar en el Museo de Bellas Artes. Hacía tiempo que deseaba ver de nuevo y con más detenimiento las obras de Murillo y el Greco que atesoraba esa institución. Paseó unos minutos por las primeras salas, donde se exponían unas pocas obras representativas del arte románico y gótico. Cristos, Vírgenes y escenas bíblicas. Le gustaron los cuatro cuadros que formaron parte de un retablo en los que se contaba la triste pero honrosa vida de San Bartolomé, mártir a quien arrancaron la piel por anunciar el mensaje de Jesús. Las escenas mostraban la crudeza de la historia y a Pedro le pareció que aquella obra, como otras muchas guardadas en otros museos, constituían la antesala de los comics modernos. Las imágenes le parecieron al mismo tiempo crueles y divertidas.
Unas cuantas salas más adelante se encontró con las tres obras del Greco que posee el museo de Bilbao. No le gustaron. Eran, indiscutiblemente, dos obras menores. Quizás si no hubiera visitado Toledo, le hubieran sorprendido los trazos y los colores del pintor de origen griego, pero cuando vivía en Madrid visitó en varias ocasiones la vecina ciudad asomada al Tajo.
En cambio la obra de Murillo le gustó. San Pedro llorando. Una expresión de arrepentimiento inequívoca, un deseo inmenso de ser perdonado por su cobardía. Pedro, el del cuadro, estaba arrepentido de haber obrado instintivamente en contra de sus principios, negando a su amigo y maestro. Una decisión no meditada, guiada por el miedo. Una decisión de la que se arrepentiría durante el resto de sus días. Algo que nos sucede a todos los mortales. Decisiones rápidas que nos conducen a equivocaciones que luego nos pasan factura.
Se encontraba sentado en un banco frente a la imagen de su tocayo cuando le sonó el teléfono. Era Nordin.
-¿Puedes hablar? –le preguntó.
-Estoy en el museo. ¿Qué pasa?
-He recibido un sobre con unas fotos, en la tienda. Algún cabrón las ha metido por debajo de la puerta. Y creo que ya sé quién es ese cabrón.
-Adrián.
-El mismo. He quedado con Robert a la una en la tienda. ¿Puedes venir?
-Estaré.
Llegaron antes de la hora. Les esperaba Nordin con el sobre. Les mostró las fotos. Se les veía de espaldas, siguiendo a la concejala. En algunas aparecía Pedro, en otras Robert. Al fondo, bajita, rechoncha, la concejala alejándose por la calle Iturribide. ¿Qué demostraban esas fotos? Poca cosa.
-No creo que pueda hacer mucho con estas cuatro fotos. Es un aficionado.
-Nosotros somos profesionales, -contestó sarcásticamente Nordin al americano.
-No sé si somos profesionales, pero creo que hacemos las cosas mejor que este burguesito de mierda.
-Lo que menos me gusta no son las fotos, sino la sensación de que ese tipo nos está siguiendo, porque estas fotos, buenas o malas, han sido tomadas en diferentes días. –Pedro intentó mostrar sus preocupaciones. -¿Qué pretende ese tipo? ¿Solamente ponernos nerviosos? Hoy Arantza me ha dicho que su película favorita es la de “Taxi Driver”.
-¿Es cierto? ¿Qué te ha contado esa monada de chica?
Y a la pregunta de Robert Pedro contestó de manera escueta pero clara. Y como colofón volvió a mostrar la inquietud que le generaba la actitud de Adrián.
-Andaremos con cuidado, -dijo Robert. –Tal vez esté ahí afuera sacando fotos.
-Yo creo que tenemos que ir a hablar con él, -dijo Pedro que tenía muchas ganas de que terminara la incertidumbre que la amenazante aparición de Adrián provocaba.
-Esperemos a ver qué nos cuenta Arantza, -casi ordenó escueto Robert.
Concluyeron la reunión con unas cervezas. Luego cada uno volvió a sus quehaceres. Nordin a comer con sus hijas, Robert con su chica y Pedro a su piso.