16.
Hacía mucho tiempo que no veía a Pedro. Siempre que nos despedíamos nos prometíamos encuentros más frecuentes, pero por la razón que fuera siempre transcurría al menos un mes entre cada una de nuestras citas. Nos encontramos en el Villaro, el bar de mi barrio que sirve esos vinos especiales, a esa temperatura perfecta, en esbeltas copas. Es uno de mis habituales. Los dígitos de mi teléfono móvil indicaban que aún faltaban tres minutos para que fuera la una del mediodía cuando Pedro entró en el establecimiento.
-Es imposible llegar antes que tú a cualquier cita, -dijo según estrechaba mi mano derecha a modo de afectuoso saludo.
-Siempre llego unos minutitos antes. Nunca me ha gustado esperar y por eso procuro que nadie tenga que esperarme.
-La regla de oro de toda buena y perdurable amistad: nunca hagas a los demás lo que no te gustaría que ellos te hicieran a ti.
-Yo eso lo tengo aprendido como la regla de oro de todas las religiones, la regla fundamental. He oído varias veces que todos los libros sagrados no hacen más que dar vueltas a la misma idea, a esta idea. E incluso en positivo. Haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti.
-En positivo me parece algo más complicado. Porque en muchas ocasiones a mi me gustaría que me hicieran algunas cosillas que no sé si todos los demás desean.
-¿De qué estás hablando? –Y nada más hacerle esta pregunta me dirigí al camarero y le pedí dos vinos ricos, utilizando ese adjetivo tan genérico para hacer referencia a uno de esos vinos criados fuera de la vecina Rioja que me servía sin que yo supiera su nombre ni su exacta procedencia. No me importaba conocerlas. Se me olvidaría. Lo que quería era sentir el paso por el gaznate de ese vino especial, un poco más áspero que los caldos que yo acostumbro a beber habitualmente.
-Me ha venido a la cabeza el sexo. Sin más, como dicen los jóvenes. Al menos mi hijo lo decía. No es que esté pensando siempre en mujeres, pero es que me lo has puesto muy fácil. Casi siempre que veo una mujer guapa me gustaría que me besara, que me acariciara el trasero. Es lo mejor que puede pasar. Si aplico tu regla de oro en positivo me ganaría, sin lugar a dudas, un par de bofetones bien dados.
-Puede que tengas razón. Me refería a otras cosas, no al sexo. Yo el sexo lo tengo olvidado. –Y dicha tan rotunda afirmación di el primer trago a mi copa.
-¿El sexo es algo que puede olvidarse?- me preguntó con una sonrisa mezcla de sorna y sorpresa.
-Supongo que algún cambio habrás notado tú. Que ya no eres, supongo, el fogoso joven de hace veinte años. Yo perdí la fogosidad hace mucho tiempo. Y hace menos, pero mucho también, el deseo carnal.
-¡Deseo carnal! ¡Vaya una expresión!
-Ya sabes. Uno tiene formación católica. ¡La carne! ¡El pecado! –Hicimos una pausa para beber un segundo trago. Pedro era un buen aficionado al vino. Disfrutaba con los tragos largos y lentos. Sin prisa pero sin pausa.
Aproveché este descanso para cambiar de tema. Hablar de sexo no está entre mis aficiones. El sexo en mis conversaciones solo suele irrumpir en forma de chiste convencional.
–Estas Navidades he cogido unos kilos de más que quiero perder pronto. No sé cómo, porque cada vez es más difícil perder lo que se adhiere tan fácilmente.
-¿Qué tal las Navidades? ¿Mucha familia? –me preguntó con cierta nostalgia.
-Bueno, ya sabes. Quizás sobrara algún día. Son demasiadas comilonas. Lo más divertido es estar con los nietos. Cuando beben un poco empiezan a soltarse y dicen cosas muy graciosas.
-Eso nunca podré contrastarlo contigo. De fiestas familiares algo sé. De lo que se siente cuando uno bebe junto a sus nietos no tengo ni idea. Pero es fácil suponer que tiene que ser muy agradable.
-Lo es. –Me quedé un poco cortado tras la intervención de Pedro. Nunca he pretendido dar envidia a nadie cuando cuento algo que me ha sucedido o hablo de algo de lo que puedo disfrutar. A veces lo digo con ánimo de informar, pero en la mayoría de las ocasiones mi única intención es volver a disfrutar de lo vivido verbalizando la experiencia, o prolongar el disfrute. Algo semejante a lo que puede suceder cuando se observa detalladamente la fotografía en la que se recoge un instante que forma parte de un momento que no queremos olvidar.
-¿Y tienes toda la familia bien, sin problemas?
-Bueno. En general todo está razonablemente bien, que no es poco. El nieto pequeño tiene algún problemilla, pero supongo que lo superará. Cosas de la edad, supongo. Y por otro lado mi hijo es muy rígido, roza en ocasiones lo intransigente. Él tan sólo tiene quince años. Dice que no quiere estudiar bachiller. Que en cuanto acabe la ESO este año quiere estudiar un ciclo medio de mecánica y empezar a trabajar. En su casa intentan hacerle cambiar de opinión, pero mi nieto, que es un entusiasta de los coches, se empeña en dejar los libros. Y ahora casi todos los días hay una discusión en esa casa, incluso cuando estamos los demás. Mi hijo le quiere obligar a hacer el bachiller. Argumenta diciendo que de esa manera podrá estudiar directamente un ciclo superior, de mecánica, de lo que quiera. Pero, dice, el bachiller es lo mínimo.
-Me parece correcta la postura de tu hijo. Yo, posiblemente, hubiera hecho lo mismo. No sé si es lo mejor, lo más correcto, pero creo que en la actualidad los chavales, en general, están demasiado habituados a piar un poquito de cada lado, sin compromiso, sin continuidad. Al primer obstáculo, cambio, abandono.
-Ya, de acuerdo. –Acabé mi copa nada más decir estas tres palabras. Luego retomé mi discurso. –Seguramente es la visión de un abuelo, distinta a la de un padre, pero no creo que sea bueno que haya una discusión diaria, discusión que no conduce a ninguna parte. Solamente a distanciar posturas. Los padres de hoy en día son capaces de lo mejor y de lo peor. En aras a hacer lo correcto, en ocasiones obran contra natura. Cuando quieren educar con mayúsculas, dejan de hacer lo que les pide el cuerpo. Porque el cuerpo siempre pide proteger a los tuyos, evitarles el sufrimiento. Pero no. Es necesario que los hijos se hagan fuertes, y para ello tienen que sufrir.
-Dicho así. –Pedro me escuchaba sin desdibujar su sonrisa. Una sonrisa que parecía decir que el tema estaba trillado, que no era la primera vez que lo oía, que era un tema sobre el que ya había pensado mucho. -¿Quieres otro vino de estos, antes de continuar?
-Vamos a cambiar de sitio. El vino no será tan bueno, pero la chica que está en la barra compensa, -propuse y aceptó. Pagué los dos vinos y salimos rumbo al Bigarren, mi bar favorito. El establecimiento donde me sentía maravillosamente tratado. Y eso es importante. Me sentía protegido. Un sentimiento que necesito sentir cada vez más. Pensé en decírselo, pero quería volver al tema de los estudios de mi nieto. Me preocupaba el asunto. Y cuando algo me preocupa se establece en mi cabeza y se niega a abandonarla.
En el Bigarren estaba mi camarera preferida, que nada mas verme entrar sonrió. Y nada más llegar a la barra oí que preguntaba.
-¿Dos vinos de los tuyos?
-Correcto. –Y dirigiéndome a mi amigo. -¿No ves? Esta tontería me hace feliz un rato. No mucho más, pero suficiente. Dos vinos de los míos. Me hace sentirme importante en este bar. Tengo mi propio vino, el mismo que bebe la mayoría de la gente que entra, pero ella hace que lo sienta como propio.
-Conoce su oficio.
-Un oficio importante cuando a cierta edad te sientes un poco solo, un poco de paso. Yéndote.
-Bueno. ¡No seas tan trágico! Lo de tu nieto me recuerda a una historia que me han contado recientemente. Hijo que quiere ser árbitro. En los primeros partidos se meten con él los de la grada. Quiere dejarlo y el padre le obliga a continuar hasta terminar la temporada. El padre argumenta lo que antes has dicho. Hay que terminar las cosas, no se puede cambiar cada dos por tres. Por lo que contaron, desde que empezó a arbitrar tuvo que escuchar de todo. Todos los insultos posibles. Tomara la decisión que tomase, los espectadores, es decir, los padres de los chiquillos que corrían detrás de la pelota, le proferían algún calificativo de poco gusto. Así que por mucho que le pagaran por partido, el chaval quiso dejar de arbitrar apenas dos partidos después. Su padre le obligó a continuar. Que no se puede coger dejar, coger dejar. Que se había comprometido. Había hecho un curso que le costó tiempo y dinero y, ahora, por miedo, por no aguantar los comentarios poco delicados del respetable, quería abandonar. Imposible. Le ha obligado a terminar la temporada.
-Un padre rígido tu amigo. Para que luego digan que los padres de hoy en día consienten cualquier cosa a sus hijos.
-Muy drástico, a mi entender. Pero bueno, sus razones tendrá. La cosa es que mi amigo, como tú le llamas, nos ha contratado para que le demos un buen escarmiento a alguno de esos padres que no paran de insultar a su hijo. Así que, por un lado obliga al hijo a terminar lo que empezó y por otro lado va a vengarse de los que le han metido el miedo en la sangre al chaval. El próximo sábado iremos a verle arbitrar y a planear nuestros próximos movimientos.
-Parece divertido.
-Lo será
-Me gustaría veros en acción, pero creo que tendré que conformarme con tu versión de los hechos.
-Te lo contaré todo con pelos y señales. Y cambiando de tema. ¿Cómo va nuestro libro?
-Lo tengo prácticamente terminado. Estoy repasándolo, corrigiendo algunas cosillas. Me resulta muy difícil cambiar algo que ya he escrito. En ocasiones lo cambiaría todo, capítulos enteros. Luego decido no cambiar nada, pues reescribir de nuevo un capítulo es un esfuerzo grande que llevaría a tener que cambiar algunas otras cosas en otros capítulos. Así que tras mucho meditarlo, lo dejo todo como está.
-¿Y qué piensas hacer luego con él, cuando esté concluido?
-Un hijo mío me ha dicho que es posible editarlo, autoeditarlo, con una empresa que se encuentra en Internet.
-¿Y cuánto de verdad hay en lo que has escrito? –Ya me había preguntado en otras ocasiones esto mismo.
-Creo que bastante. –La misma respuesta que en otras ocasiones. -Cuento lo que le hicisteis al abogado, lo de tus vecinos. Quizás exagero un poco sus discusiones, y las excelencias del trasero de la vecinita. He escrito que tú salías al balcón todas las mañanas para verla alejarse calle abajo, con la intención de empezar el día más animado. Al americano lo he dibujado un poco más salvaje de lo que en realidad debe de ser. Me parecía que así podía ser un personaje más divertido. Y al morito lo he descrito fundamentalmente como un hombre simpático, sonriente y sin muchas dobleces. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes miedo de que haya contado algo que no quieres que se cuente?
-No es eso. Yo te conté nuestra historia sabiendo cuales eran tus intenciones. No sé cuántas personas ni quiénes van a leer tu libro. Espero que nadie nos reconozca en tu obra. Imagínate que el abogado tenga un amigo de un amigo que a su vez es amigo tuyo y le llega tu novela, publicada en Internet. Y empieza a atar cabos.
-Creo que eso sería prácticamente imposible. Yo no conozco ni al americano ni al marroquí. Los lugares se parecen, pero no son los que realmente son. Y además si edito el libro no creo que vaya a sacar más de diez copias, para mis hijos, para ti y para mí. No tengo intención de repartirla por ahí. Me es suficiente con ver el lomo del libro en la estantería, con cogerlo y hojearlo de vez en cuando. Una satisfacción personal. No me hace falta, a estas alturas, el reconocimiento de nadie. Yo creo que no debes preocuparte.
En ese momento un jubilado de pelo cano, barriga prominente, sonrisa acogedora y aspecto divertido irrumpió en la conversación mediante un afectuoso saludo: era uno de mis amigos habituales. Uno de mis compañeros de vinos. Nunca muchos, dos o tres cada mañana. Tal vez uno a la noche, antes de volver a casa después del paseo vespertino. Con su llegada y tras las lógicas presentaciones cambió el rumbo de nuestra conversación. Un par de minutos después salimos del bar con destino a uno diferente. Allí, acordamos, beberíamos el último pote del día, antes de separarnos y dirigirnos cada uno de nosotros a su casa. Y eso hicimos pasadas las dos y media.