17.
Habían quedado a las diez en las escalinatas del ayuntamiento. El partido empezaba a las once en Basurto, en el campo donde juega el Indautxu, e iban a desplazarse en el tranvía. En diez minutos estarían allí.
Los primeros en llegar fueron Pedro y su vecino. Luego llegó Robert y el último fue Nordin. Todo según lo previsto. El árbitro y su padre irían directamente al campo. Consideraron que no era conveniente que les vieran juntos.
La conversación durante el viaje trató de fútbol y del tiempo. Hacía frío pero no llovía, lo cual hubiera hecho aún más detestable el oficio de intentar poner orden entre veintidós chavales que corren sin mucho criterio tras un balón.
Al llegar a Basurto se encontramos con el padre y el chaval, a quienes saludaron fugazmente. Un rápido hasta luego “tío”, un “suerte chaval” y un par de guiños. El muchacho no parecía estar para grandes observaciones, pero seguramente pensó que el grupo de amigos de su tío era, al menos, curioso. En cuanto el chaval se marchó a los vestuarios para cambiarse, Robert aconsejó al vecino del quinto que tomara posición en la grada, lejos de ellos. Le dijo que no sería bueno para la operación que iban a llevar a cabo que se viera mezclado con ellos. Como si no les conociera. No debían relacionar al árbitro y a su padre y cualquier otro conocido del árbitro con ese trío de aficionados.
El partido estaba a punto de empezar cuando se escucharon los primeros insultos. El árbitro estaba en el centro del campo, hablando con los dos capitanes, con su vestimenta negra y el silbato en la mano, cuando desde la grada contraria a la que se encontraba el trío de justicieros se oyó claramente: “empieza ya, árbitro hijo de puta”. Desde su ubicación, a pie de campo, no pudieron detectar el origen exacto del grito. Vino de la zona alta, donde se encontraba un grupo bastante grande de padres y madres, en torno a los cincuenta.
Dio comienzo el partido. Se oyeron gritos de ánimo. El balón enseguida se desplazó a una de las áreas. El árbitro seguía el juego desde una distancia prudente. Entonces se oyó un segundo insulto: “árbitro, hijo de puta, a ver si corres un poco más”. En ese instante uno de los niños que jugaban se cayó al suelo después de chocar con un chaval del equipo contrario. El tercer insulto: “árbitro, cegata, hijo de puta”. El ambiente empezó a acalorarse un poco. Robert ya tenía localizado a quien profería los insultos: un cuarentón calvo que estaba sentado en la parte superior de la grada y que no paraba de gesticular con sus brazos y de hacer comentarios a los que se encontraban a su lado. En seguida llegó un cuarto insulto, y un quinto. Y otro más. Ninguno de ellos era muy original. Lo de hijo de puta era una constante. A veces llegaba acompañado, a veces sin compañía. Bien fuera por un saque de banda, por una supuesta falta, por un choque entre dos jugadores. Parecía que, a juicio de aquel calvo cuarentón, ninguna de las decisiones tomadas por el joven árbitro fuera correcta. Pedro estuvo tentado de ir a la grada, acercarse al calvo cuarentón y explicarle la situación. Con sus cincuenta y pico años entre pecho y espalda no iba a liarse en una pelea a muerte. Simplemente quería explicar a ese energúmeno que el árbitro era un chaval de quince años, únicamente dos años mayor que los propios jugadores. Que gracias a él se podía disfrutar el partido. Que tal vez se equivocara, pero que eso no le hacía merecedor de tales improperios. Que… Tenía una larga lista de comentarios que a gusto le hubiese hecho si Robert no le hubiera aconsejado permanecer tranquilo, al margen.
Llegó el descanso con el resultado de cero a cero. El chaval, nada más indicar con su silbato el fin de la primera parte, se dirigió hacia los vestuarios.
-¿Todo bien? –le preguntó su padre que se había acercado al lugar.
-Si. Sin problemas, -le respondió. Sin embargo se notaba que estaba rígido. Que estaba sufriendo. Que la tensión era excesiva. – Otros veinticinco minutos y a casa. Y el lunes cobro los cuarenta euracos. Voy a echar un meo.
El segundo tiempo empezó puntual. En ambos equipos se habían producido cambios. El árbitro, previamente insultado, pitó el comienzo. El partido seguía sin goles. A Pedro le parecía que ambos equipos jugaban muy mal. Pasados diez minutos se hicieron algunos cambios más. En el equipo que jugaba con camiseta verde salió un chaval rubio, con un llamativo flequillo y algunos kilos de más. Le costaba correr, aunque parecía que se esforzaba por ser rápido. Robert, que no quitaba ojo al calvo cuarentón, vio cómo éste aplaudía la salida de la saeta gordita y rubia. Los insultos cesaron y comenzaron a oírse gritos animando a un tal Iker, que, según lo que pudieron concluir los tres amigos, era el nombre del recién incorporado al campo. Cada vez que el balón se acercaba al lugar en el que estaba la saeta gordita y rubia el cuarentón le aleccionaba mediante sus poderosos gritos: “¡Corre Iker!, ¡Así Iker!, ¡Muy bien Iker!”. Pocas veces llegó Iker a tocar el balón. Pero con solo aproximarse su seguidor se encendía y profería sus gritos de ánimo. Fue fácil deducir la conexión existente entre ambos: el calvo cuarentón era el padre de la saeta.
Pasados otros diez minutos el equipo azul metió un gol, indiscutible. Nadie puso en tela de juicio la decisión arbitral. Dos minutos después llegó el segundo gol. Un chaval pequeñajo y rápido del equipo azul llegó antes que la saeta a un balón perdido en la mitad del campo y corrió sorteando contrarios hasta la portería, donde regateó al portero y a puerta vacía metió gol. Otro gol sin discusión. El dominio de los azules empezó a ser evidente, excesivo. En pocos minutos llegaron otros tres goles, terminando el partido con un rotundo cinco cero. Todas las dianas efectuadas en los últimos veinte minutos, desde el momento de la incorporación de la saeta gordita y rubia.
Terminó el partido. El calvo cuarentón, derrotado, gritó que lo del árbitro había sido una vergüenza y que debieran prohibirle arbitrar de nuevo. Nadie entendió las razones de esa acusación. Pero era necesario justificar la derrota.
Robert sonreía mientras oía los gritos y veía a los chavales dirigirse a los vestuarios. El último el árbitro, que llevaba una cara de satisfacción y de relax que reflejaba perfectamente su estado de ánimo en ese momento, tras una hora de tensión.
-¿De qué equipo sois?- preguntó el americano a uno de los chavales que vestido de verde caminaba cabizbajo hacia las duchas.
-Del Indautxu B-, le contestó. Y Robert volvió a sonreír.