en la que elegiremos el nuevo Parlamento Vasco.

viernes, 31 de agosto de 2018

y 31 - ¡Gracias para venir!

31.   

         Seguía haciendo mucho frío en Bilbao. Estaba siendo el invierno más duro de los últimos años. Frío y lluvia. Nieve en el Ganeko y por la zona del Pagasarri. Nieve, mucha nieve, en el Gorbea. Pedro había subido muchas mañanas en el funicular a Artxanda para dar un paseo por las alturas y disfrutar de las vistas. El enclave en el que se asentaba Bilbao era fantástico. Montañas nevadas a un lado, el mar Cantábrico al otro. En el centro una ciudad abarcable y acogedora. 

         Esa misma noche volvían las cenas de Iturribide. Además iban a tocar por primera vez ante un público que no fueran los fugaces y sorprendidos clientes de la tienda de Nordin que, en alguna ocasión al entrar en el establecimiento a comprar algún producto, descubrían a los tres músicos ensayando al otro lado del mostrador. Juntos iban a interpretar, entre otras, una canción de Damián Rice: “Volcano”. Robert con la guitarra y la voz, Nordín con su cajón de elaboración casera y él con la mandolina. Tres acordes que dominaba a la perfección. Mi menor, do y re. Él se encargaría de tocar algunas notas sueltas, para darle color a la canción. Y luego, si esa primera canción salía bien, un viejo tema de Dylan con cuatro acordes: do, fa, sol y la menor. Varias canciones más y fin de la actuación. 

         Así que Pedro se presentó con la mandolina en Iturribide a las cinco de la tarde, tras haber echado una reconfortante siesta. Allí estaban sus dos amigos, ajetreados con la preparación de los platos. Robert estaba preparando unos trozos de sushi, enrollando el arroz, el salmón y el aguacate en las algas que había comprado en aquella tienda de San Francisco donde se encuentran los mejores productos chinos de toda la ciudad. Nordin cocinaba el tallín de pescado, con verdeles. Robert le había ordenado que quitara bien las espinas, pues no era nada agradable pelear con ellas mientras comías. Nordin le dijo que en su país no se hacía tal cosa, que cada uno debía velar por la seguridad de su garganta. Pero finalmente el criterio del americano se impuso. Los comensales que asisten a estas cenas vienen a disfrutar, no a sufrir intentando extraer pinchos de la boca. Ese era el argumento que no paró de repetir hasta que Nordin accedió a limpiar los peces.


         Pedro organizó las mesas, puso los platos, las copas, los cubiertos, puso el vino a refrescar en un bargueño con agua, adecentó la habitación, limpió algunas telarañas que llevaban acomodadas en las esquinas demasiado tiempo y cuando creyó que todo estaba perfecto se sentó un rato a comprobar su obra.

-Buen trabajo. Has conseguido que este sitio no parezca regentado por un moro. Limpio y ordenado.

-La limpieza y el orden son relativos. Subjetivos, -dijo Nordin mientras terminaba de pelar la última patata. –Los excesos no son buenos. A mí me gusta que se note que la gente vive en las casas, en las habitaciones, en los comedores. Y cuando la gente vive en un sitio, éste se desordena. Hay sillas fuera de sitio, restos de personas.

-¿Te refieres a huellas de dedos, pelos…? Eso más bien parece parte de una película de Tarantino.

-Llámalo como quieras. No quiero discutir el buen trabajo que ha hecho Pedro. Está bien, muy bien. Pero antes no estaba mal.

-Es increíble que llevéis tanto tiempo siendo amigos, -intervino Pedro desde la esquina del sofá donde descansaba. –Sois capaces de discutir por cualquier cosa. Y no un par de minutos, sino toda una noche.

-No discutimos. Sólo son puntos de vista diferentes. Es imposible pensar igual cuando se vienen de lugares tan dispares, el norte civilizado y culto y el sur, sin calificativos. –Robert intentó continuar con la discusión, pero Nordin no cayó en la trampa. Eran palabras que salían de la boca del americano con el único objetivo de provocar una infructuosa conversación que a veces, tan solo a veces, era divertida.

-Déjate de tonterías, acaba con tu sushi, prepara el sorbete y vamos a tocar un poco antes de que venga la marabunta. ¿Has reservado una silla para el vecino de arriba? Seguramente se presente en cuanto empecemos a cantar la primera canción.

-A ver si sale todo según hemos previsto, -contestó Pedro. –Yo tengo una sorpresa.

-¿Una sorpresa de última hora?

-¿A que no sabéis quién va a venir a cenar esta noche? 

-Tú has invitado a la mayoría. Julen, Irene, supongo, tus vecinos y el cuñado. No sé si vendrá solo o con su mujer. Además vendrá ese viejo simpático con el que tomas vinos de vez en cuando. Yo he invitado a dos irlandeses que están de paso en la ciudad y que conocí el otro día en el Resi. Mi novia vendrá con una amiga. Por otra parte están Adrián y Arantza. No sé, creo que en total seréis catorce, contigo. ¿Cuántos platos has puesto? –Robert hizo rápidamente las cuentas. –Catorce, perfecto. Aunque un poco justos de espacio.

-Sí, seremos catorce, pero el cuñado vendrá sin mujer. 

-¿Entonces? –preguntó Nordin sin abandonar su puesto frente al calor de la cocina. 

-Sujetaros. Esto os va a asombrar. –Pedro intentó alargar la presentación, pero sus amigos le obligaron a ser más conciso. –La concejala de seguridad, la amante del vecino de arriba, es muy amiga de Irene. Me enteré ayer. Y la he invitado. He quedado con ellas a las siete en Ledesma. Tomaremos un vino y vendremos a mesa puesta.

-¡Te has vuelto loco! ¡Estás más loco que este americano loco! ¿Y si me cierra el local?

-Me ha asegurado Irene que lleva unos meses muy ajetreados y que fuera del trabajo se olvida del trabajo. Piensa más bien en el susto que se van a llevar los munipas, o el vecinito, si aparecen por aquí a dar guerra.

-Esa regordeta está un poco mal de la cabeza. Si tenemos algún problema y le pillan a ella aquí dentro, se le caerá el pelo.

-No le importa mucho. Quiere dejar la política. Así que nuestro desesperado dentista tiene la vía libre.

-¡Qué pequeño y enrevesado es el mundo! –exclamó Nordin sin abandonar su tarea. –Espero que no se compliquen las cosas. 

-Va a ser una noche divertida. –Robert agitaba sus amplias manos mientras sonreía divertido. –No temas Nordin. Si vuelven a complicarse las cosas retomamos el negocio de la extorsión. Lo que tenemos que hacer es cobrar los treinta euros a la entrada, por si a caso. Tal vez surja un follón al final y nos quedemos a dos velas. –Robert hizo las cuentas. -¡Cuatrocientos veinte euracos! ¡No está nada mal para empezar! 
  
         Siguieron comentando lo que podría suceder pocas horas más tarde si la policía hiciera su aparición en el umbral de la trastienda al tiempo que ultimaban los detalles. Hasta que a las seis y media la cena estuvo preparada. El Tallin al fuego, lento. La copiosa ensalada de espinacas, manzana, queso azul y nueces repartida en dos fuentes generosas. El sushi dispuesto en un par de platos lisos y el sorbete en una jarra en la nevera. Luego, con el café y las copas, polvorones caseros elaborados por las hermanas de Nordin siguiendo la receta de la madre. 

         Sacaron la guitarra y la mandolina de sus correspondientes fundas, Nordin desempolvó el cajón que descansaba en un altillo de la habitación contigua, y empezaron a tocar los acordes de “Volcano”. Cuanto más sencillo, mejor, decía Robert. Mucho es peor. Pocos golpes, pero en su sitio, le señalaba a Nordin. Rasga sin miedo, aconsejaba a Pedro. Y la canción empezó a sonar. Robert cantaba muy bien. 

         Solamente pudieron ensayar unos minutos pues Pedro hubo de correr en busca de sus convidadas. Las encontró en el Nicolas. Irene hizo las presentaciones.

-Irene no ha sabido decirme bien dónde va a ser la cena. ¿Es en la casa de algún amigo tuyo?

-Bueno. No exactamente. No quiero engañarte. Espero que te parezca bien. Lo digo por tu condición de concejala.

-Yo sólo soy concejala en horario laboral. Y me queda poco, porque me muero de ganas de dejarlo. Quizás me echen si protagonizo algún escándalo. No estaría mal.

-Este amigo mío es marroquí y tiene una tienda en Iturribide.

-¿En Iturribide? ¡Qué casualidad!

-¿Casualidad? –preguntó inocentemente Irene.

-Sí, porque el maromo ese del que te he hablado vive también en esa calle. Llevaba años sin andar por ahí y ahora no salgo de allí, -dijo mientras soltaba una sonora carcajada. -¡Lo que es la vida!

-Iturribide es muy larga, -dijo maliciosamente Pedro. –La tienda de Nordin, que así se llama mi amigo, está en la zona peatonal.

-La casa de mi amigo también, -dijo dibujando unas imaginarias comillas con los dedos anular e índice de ambas manos al pronunciar la palabra amigo.

-Sería mucha casualidad…. –Pedro no concluyó la frase.

-Lo sería, pero, ¿quién sabe? –Merche parecía divertirse con la coincidencia. -¿Y la cena será en la tienda de tu amigo?

-Bueno, no exactamente. Ha hecho unas obrillas en la trastienda y tiene un rincón maravilloso lejos del mundanal ruido de la calle.

-¿Y esa trastienda es legal?

-No exactamente. Ha hecho un pisito que utiliza para cenar con amigos y para que éstos tengan donde disfrutar de algún que otro encuentro secreto.

-¿Qué ha construido? ¿Un “folla-leku”?

-No exactamente.

-Esto me está pareciendo más y más interesante. Me muero de ganas de conocer el sitio. Y a tu amigo el moro, perdón el marroquí. –Merche era la persona jovial y divertida que Irene había descrito la víspera.

         Finalizado el vino dejaron atrás Ledesma y caminaron tranquilamente hasta la calle en cuestión. Y al llegar al portal Merche no pudo reprimir una malsonante exclamación.

-¡No me jodas! ¡Pero si es el mismo portal!

-¿Aquí vive el maromo ese? –Irene sonreía divertida.

-Aquí mismo. En el primer piso. –Merche lejos de asustarse por la coincidencia, no podía reprimir la risa. -¡Cómo es el mundo!  
         
-¿Entramos? –preguntó solícito el madrileño.

-Vayamos. Ahora, seguramente, coincidiremos con él por las escaleras.

-Nosotros vamos al bajo. Sin peldaños, -dijo mientras llamaba al telefonillo. Inmediatamente después se abrió la puerta del portal. 
        
         Irene observaba cada uno de los rincones del lúgubre corredor que conducía a la puerta entreabierta de la trastienda, al tiempo que su amiga continuaba lanzando sonoras exclamaciones de sorpresa.

-Ya estamos aquí, -anunció Pedro al cruzar el umbral. Robert y Nordin comían algo sentados en el sofá, disfrutando de los diez minutos que restaban para que dieran las ocho, hora en la que seguramente llegarían los  comensales más puntuales. 

         Pedro hizo las presentaciones. Besos en las mejillas y alguna broma suelta. Entonces sonó el timbre. Era Julen, que se sorprendió al encontrar allí a la madre de su exalumno, pero que no hizo ninguna pregunta. Nuevas presentaciones y más besos. Robert ofreció una cerveza a los visitantes. La mayoría prefirió vino. Poco más tarde llegaron los vecinos del quinto con su cuñado. La vecina llevaba una ajustada gabardina roja de la que se despojó poco después de saludar a los presentes. Bajo la gabardina vestía un llamativo vestido que marcaba perfectamente sus apreciables formas.  

-¿Con quién habéis dejado a la niña? –se interesó Robert que solícitamente había cogido las prendas de las que se despojaron los recién llegados.

-Con su prima. La hija mayor de este señor. De momento parece que está contenta, -contestó él.

         Luego llamaron a la puerta la novia de Robert y su amiga. Las dos eran muy parecidas, pelo corto, poco pecho y mucho culo. A continuación vinieron los irlandeses. Yo fui el siguiente. Pedro vino a mi encuentro en cuanto me vio. Más presentaciones. Para mí fue extraño encontrarme allí, frente a algunos de los personajes de mi novela, personajes a los que había imaginado, ayudado por la fieles descripciones de Pedro. Tanto Nordin como Robert se parecían mucho al marroquí y al norteamericano que ocupaban cientos de líneas del libro que traía en una bolsa de plástico con la intención de dársela a mi amigo. Irene, a decir verdad, no era tan guapa como yo la imaginé, pero así y todo su presencia llamaba la atención.

-Te he traído lo que te prometí, -comuniqué a Pedro una vez concluido el pertinente prólogo. 

-Gracias. Lo dejaré junto a mi anorak, para que no se me olvide. Me muero de ganas de leerlo. 

         Solamente faltaban Adrián y Arantza. ¿Vendrían? Se preguntaban. Y la respuesta no se hizo esperar. A las ocho y cuarto llegaron, serios y rígidos. Fue una presentación tensa. Arantza en seguida se mezcló con el resto de personas allí presentes con el fin de que el ambiente se relajara, pero su acompañante rehusó abandonar su gesto huraño y buscó una solitaria esquina en la que ocultarse. Aprovechando el alboroto reinante, Robert se acercó hasta el rincón dónde había tomado acomodo Adrián y le ofreció una cerveza.

-Quiero recordarte que esta cena supone el final de un capítulo desagradable que todos deseamos terminar. –Adrian miró seriamente a su interlocutor al tiempo que cogía con su mano derecha el vaso lleno de espumosa cerveza.

-¿Y?

-Queremos que sea un final feliz, y en todos los finales felices la gente sonríe. Por si necesitas algún otro motivo para cambiar de actitud, te comunicaré que esta misma semana hemos conocido a tu padre. –Fue un farol. Solamente sabían dónde se encontraba la empresa familiar. -No te lo tomes como una amenaza. Tú conoces a nuestras hijas y a nuestras novias. El mundo es en ocasiones demasiado pequeño. Disfruta de la cena. –Entonces se acercó Arantza, que había estado conversando con uno de los irlandeses, que aprovechando un pequeño despiste de la bella muchacha, la asaltó preguntándole en un nefasto castellano cuestiones que la chica no llegó a comprender.  

-¿Qué tal estás? –le preguntó acariciándole el rostro con sus manos.  –Anímate. 

         Poco después Nordin pidió que tomáramos asiento. Junto a cada uno de los platos estaba escrito el nombre del comensal que debía ocupar ese puesto. Advirtió que podían producirse todos los cambios que quisieran, que lo que habían hecho era una simple propuesta. Una vez acomodados, la cena comenzó a servirse de manera ordenada, mientras los asistentes alabábamos cada uno de los platos que se presentaban. Nordin mostró sus mejores artes como camarero, siempre sonriente, siempre con un comentario agradable. Mientras tanto Robert atendía la cocina y servía las bebidas. Las conversaciones se fueron mezclando y el volumen de la sala crecía poco a poco de manera irrefrenable. Adrián se había relajado. Uno de los irlandeses había liado un porro y se lo habían fumado a medias, mientras esperaban la llegada del tallín. Minutos después Nordin lo sirvió, advirtiendo a los presentes de que tuvieran cuidado con las espinas que podían haber quedado escondidas. Mientras tanto Merche no paraba de hablar y de reír. Se había sentado en mi misma mesa, con Irene, Pedro, los vecinos y el cuñado. Ella fue la que llevó la voz cantante durante toda la cena. 

         Pasadas las nueve de la noche sonó el timbre. Los tres amigos se temieron lo peor. El dueño del local acudió a abrir.

-¿No habíais prometido invitarme? –Herminia apareció sonriente, con su cachaba, luciendo el más elegante de sus vestidos y una ligera rebeca de color azul marino.

-Herminia, ya puede usted perdonar, pero pensábamos invitarla mañana mismo a una merienda más tranquila, menos ruidosa, más intima.

-Deja de decir tonterías. ¡Mentiroso! Y yo que pensaba que eras un moro de palabra. Os perdono si me preparáis inmediatamente un asiento en algún rincón. No quiero comer nada. Ya he cenado mi tortilla francesa y el yogurt, como todas las noches. Pero no quiero perderme el concierto, porque ¿cantará el antipático ese, no? –preguntó señalando a Robert. 

-Cantará. Y nosotros con él, -respondió señalando a Pedro. 

-Pues eso es lo que quiero yo ver, -dijo Herminia mientras entraba a la trastienda haciendo que Nordin se retirara a un lado. Luego, alzando su bastón, saludó a los presentes que sonrientes correspondieron a la anciana. 

         La presencia de Herminia trastocó los planes de los organizadores, que, apremiados por la anciana, dejaron los postres sobre las mesas y tomaron posiciones en la parte de la habitación que habían dispuesto a modo de escenario, con una colorida alfombra de tonos rojizos, unas cajas apiladas que servían de relleno y un foco que iluminaba ligeramente a los músicos. Previamente Robert apagó el resto de las luces.

         En cuanto Robert rasgueó su guitarra, el silencio se apoderó del lugar. 

-Va a dar comienzo el concierto, -informó. -Si al concluir alguna de las canciones alguien quiere beber un combinado, lo dice. Dejo la guitarra y lo preparo en menos de dos minutos. Bueno, sabroso y barato. A cinco euros el combinado. No están incluidos en la cena, que os recuerdo que vale treinta euros, que deben ser abonados antes de abandonar este humilde pero agradable lugar. 

         Adrián, colocado por la ingesta ininterrumpida de vino y por los efectos del canuto que se había  fumado junto a su pálido compañero de mesa, comenzó a aplaudir efusivamente y a pedir que comenzara el anunciado concierto. Sus palmas fueron secundadas por el resto de los presentes. Robert miró a sus compañeros. Nordin sonreía, sentado en su cajón artesano y Pedro sostenía con ademán preocupado la mandolina, con los dedos de sus manos atenazados por los nervios. 

-¿Listos? –Ambos asintieron. Y empezó a sonar el mi menor con el que daba comienzo la canción de Damian Rice.

         Pude comprobar de primera mano lo bien que cantaba Robert. Lo hacía con mucha intensidad, con mucho sentimiento. La guitarra, en cambio, la tocaba con brusquedad. Pedro acompañaba discretamente con los acordes mil veces ensayados y Nordin golpeaba con gracia el cajón. Al término de la canción el público aplaudió con entusiasmo. Aprovechando el  silencio que siguió a la ovación, Adrian pidió un cubata. Robert, fiel a su promesa, dejó la guitarra y preparó el combinado. Luego comenzó la segunda canción: “Knocking on heaven doors”, de Dylan. Con la llegada del estribillo algunos se atrevieron a cantar con el americano. Al término de la canción llegaron nuevas solicitudes: cubatas, gin-tonics, güisquis. Herminia pidió una infusión. Tantas demandas obligaron a detener el concierto varios minutos. En ese momento Merche y yo comenzamos a hablar de Bilbao, de los paseos que acostumbro a dar, de las obras y de los proyectos que no sé si algún día se realizarán. 

-Ahora vamos a tocar tres canciones seguidas. –Apuntó Robert cuando volvió a coger la guitarra entre sus manos. Parecía  estar molesto por tanta interrupción. –Así que si alguien desea beber algo, tendrá que esperar un rato. ¿Ok? Esta canción que vamos a tocar es un clásico tema de Nueva Orleáns que se titula “Just a little walk with thee”. 

         En esta ocasión el acompañamiento de Nordin fue un desastre. La canción era muy lenta y el percusionista no era capaz de aguantar el ritmo. Los golpes estaban fuera de lugar. Los golpes que Nordin daba al cajón y los que sonaron en la puerta. Estos últimos más potentes. 

          La rotundidad de los golpes les puso en sobreaviso. Esta vez no sería un vecino que amigablemente quería sumarse a la fiesta. Todavía era temprano. Faltaban muchos minutos para que el reloj marcara las diez, pero, al parecer, el denunciante había telefoneado a sus colegas nada más sonar el primer acorde. 

-No os preocupéis, -dijo Nordin. –La última vez que organizamos una cena similar aparecieron los munipas y nos obligaron a poner fin a la fiesta, aduciendo que, según el vecino que vive en el primer piso, justo aquí encima, -dijo señalando el techo, -había denunciado un ruido excesivo. Más decibelios que los legalmente permitidos. Pero no os preocupéis, insisto. Lo resolveremos.

-Quiero recordaros, -intervino Robert dejando a un lado su guitarra, -que el precio de la cena, tal y como os anunciamos, es de treinta euros. Más cinco euros por copa consumida. Si con la llegada de la policía alguien debe salir corriendo, no olvide depositar en esta hermosa caja la cantidad correspondiente. –El americano colocó un pequeño estuche de madera adornado con filigranas diversas sobre el cajón que había estado tocando Nordin. –Gracias.

         Los golpes se repitieron. Mi conversación con la concejala cesó. Todas las conversaciones cesaron. Los irlandeses no habían comprendido las palabras de Nordin y observaban expectantes y divertidos los movimientos que se sucedían en la sala. 

-Aunque digas que ya no te importa lo que puedan decir pues vas a abandonar la política, creo que te convendría pasar desapercibida. ¿Por qué no te escondes en esa habitación.-Irene aconsejó a su amiga que seguía con atención los acontecimientos. –Si quieres voy contigo. –Y las dos pusieron rumbo al dormitorio próximo.

         Los golpes volvieron a repetirse, esta vez junto a amenazas intimidatorias.

-Abran o sus problemas se multiplicarán por oponer resistencia a la autoridad. 

-Ya voy, -gritó el dueño del local.  

         Y al abrir la puerta se encontró a los dos policías, un barbudo con coleta y un calvo. La cara de este último le resultó conocida, pero no logró identificar al propietario de la misma. 

-Buenas noches. ¿Es usted el dueño? –Y sin esperar respuesta alguna, continuó. - ¿Se puede saber qué es lo que tiene usted organizado aquí? ¿No sabe que no se pueden organizar cenas sin autorización?

-Es una cena de amigos. ¿Hay que pedir un permiso especial para organizar una cena con amigos?

-Hay mucho ruido. ¿Qué me dice de la música? –intervino el propietario del rostro que le resultaba conocido a Nordin.

-¿Hemos pasado la barrera de los decibelios permitidos? ¿Quién se ha quejado?

-Un miembro de la vecindad, -contestó. En ese mismo momento Nordin creyó saber a quién pertenecía ese rostro enfurruñado. Y no pudo evitar sonreír.

-¿De qué se ríe? –interpeló molesto por la sonrisa de su interlocutor.

-De nada. Es que usted me resulta conocido. Creo que hemos coincidido alguna vez en un partido de fútbol.

-A mi también se me hacía una cara conocida, -intervino desde su asiento el cuñado. –Usted es el aficionado a insultar a los árbitros, aunque aún sean unos pipiolos, mientras su hijo se aburre en el banquillo esperando que le dejen correr detrás del balón unos minutillos. –Lo dijo con cierta dosis de rencor.

-No sé de que me está hablando, -intentó hacer oídos sordos a las palabras que acababan de recordarle los tristes acontecimientos vividos últimamente con el equipo de fútbol en el que jugaba su hijo, el torpe lateral derecho del Indautxu B, el ocho. –No hemos venido aquí a hablar de fútbol. 

-¿Quién se ha quejado? Yo soy una vecina, vivo en el primero también, pero en la otra mano, y estoy encantada de que se celebren estas fiestas. –Herminia se levantó de su silla, ayudándose de su cachaba, mientras pronunció esas palabras. –En esta vecindad todos somos viejos, como yo. Y la vida es bastante triste. ¿Nos quiere quitar una de las pocas alegrías que tenemos por culpa de ese compañero suyo que utiliza su piso para hacer de todo con un montón de mujerzuelas? ¿Qué se piensa usted, que su compañero no molesta cuando se las lleva a esa cama potrosa que tiene? ¿Tan poco les pagan que no puede comprarse un somier nuevo?

-¿Qué está diciendo señora? –preguntó el guardia de la coleta.

-Lo que ha oído. Todavía no son las diez. No creo que ningún otro vecino se queje. Si quiere podemos ir puerta a puerta y preguntar. El resto de inquilinos, ya le digo, tan viejos como yo, estará asomado a las ventanas de ese pequeño patio para intentar comprender porqué se ha interrumpido la música. –Herminia estaba enfadada, tanto que pareció intimidar a los dos agentes.

         Merche e Irene seguían ocultas en la habitación contigua, pero según supe más tarde a Merche no le gustó que sus escaramuzas sexuales fueran conocidas por el vecindario. Tampoco le agradó conocer que su maromo, como ella lo llamaba, tuviera tanta mujer con la que compartir el viejo somier. Se sentía una entre demasiadas, le confesó a Irene. 

         El resto de los presentes disfrutábamos del espectáculo desde nuestros palcos, pero poco a poco algunos fueron sumándose al elenco de actores. En esta ocasión fue el vecino del quinto.

-¿Por qué no hacemos la prueba de los decibelios? Yo soy abogado, y sin pruebas una acusación no puede mantenerse.

-Hemos hecho la comprobación antes de venir, -dijo el munipa desconocido.

-¿Han tenido tiempo, desde que han empezado a tocar la primera canción, para recibir el aviso, venir desde donde estuviesen, subir al piso, hacer la comprobación y tocar la puerta? ¡Si solamente han tocado dos canciones! ¿Todo eso lo han hecho en seis minutos? –interpeló el abogado. Uno de los irlandeses, el que se había fumado el canuto con Adrián, comenzó a aplaudir ruidosamente. Adrián le secundó.

-¿Qué aplauden? –el munipa calvo estaba perdiendo los estribos.

-Perdone, -dijo el pelirrojo con un acento que delataba su origen extranjero. 

-Estamos en una película, -y Adrián siguió aplaudiendo.

         En ese momento Pedro, que no había soltado aún su mandolina, poniéndose en pié intervino por primera vez.

-Ya sé que están de servicio, pero, ¿por qué no pasan y toman un café con nosotros? Incluso si quieren, pueden invitar a su compañero, el que nos ha denunciado. Por lo general todos los problemas se ven de distinta manera con algo para beber entre manos.

-¡Ya está! Hay que sorprender al enemigo invitándole a tu casa. –Robert se mantenía en el centro de la escena.

-Se lo agradecemos, pero…. –el munipa de la coleta parecía estar más relajado. 

-No podemos, -le interrumpió su compañero.

         En ese momento se escucharon unas carcajadas procedentes del cuarto contiguo. Merche no pudo reprimir por más tiempo sus deseos de reír. 

-¿Hay más gente ahí dentro? –preguntó el padre del lateral derecho. Y en ese momento las dos mujeres se asomaron al salón. Desde el umbral de la trastienda podían verse todos y cada uno de los rincones de la habitación que servía de comedor, por lo que los agentes en seguida reconocieron a Merche. – Pero, ¿qué hace usted aquí?

         La concejala intentó adoptar un gesto serio mientras se acercaba al lugar donde se encontraban sus subalternos. Irene se detuvo junto a nosotros, los que todavía no habíamos participado en la enredada comedia. 

-Estoy cenando con unos amigos en casa de otro amigo. ¿Algo ilegal? ¿El ruido? –Merche gesticulaba excesivamente mientras pronunciaba sus preguntas. –Como bien ha dicho ese joven, -dijo señalando al abogado del quinto, -sin pruebas no hay delito. Le sugiero que suban al piso de arriba, donde se ha producido la denuncia, comprueben si el nivel de decibelios es superior al permitido, y si es así, pongan una denuncia. Yo misma la tramitaré. 

         Los dos policías se quedaron dudando. No sabían qué es lo que podían hacer. Lo que debían hacer. Parecía evidente que no habían hecho ninguna comprobación antes de presentarse en la trastienda, y que estaban deseando abandonar el lugar dejando a su compañero, el vecino del piso de arriba, solo con sus rencillas vecinales. Aprovechando ese momento de incertidumbre Pedro repitió su oferta.

-Pasen. Cantaremos una canción. Podrán comprobar que con una guitarra y una voz no puede producirse demasiado ruido. –Pedro se mostraba mucho más seguro cuando pronunciaba estas palabras que cuando movía sus dedos por los trastes y las cuerdas de la mandolina. 

-Si, pasen, pasen, -Merche secundó la invitación. –Tómense unos minutitos de descanso y bébanse un cafecito. No les vendrá nada mal. 

         Los dos guardias se miraron y tras confirmar sus intenciones, dieron un paso al frente y cerraron la puerta de la trastienda a sus espaldas. En ese momento Adrián y su pálido compañero de canuto comenzaron de nuevo a aplaudir. 

-¡Va a ser un final feliz! ¡Viva! –gritaba sarcásticamente mientras Arantza infructuosamente intentaba tranquilizarle. Por el contrario, Adrián consiguió que la mayoría de los allí presentes nos sumáramos a la ovación. 

         Entre tanto aplauso Robert cogió la guitarra, aclaró su voz, y sin esperar que nadie más acudiera al escenario, comenzó a cantar un viejo blues: “Mister Breen is in town”. Su voz poderosa consiguió silenciar el resto de murmullos y atraer la atención de todos. 

         El guardia de coleta disfrutaba escuchando al americano cantar. Por el contrario su compañero seguía tenso. Encima, finalizada la canción, el cuñado del vecino del quinto se le acercó con la intención de recriminarle su actuación en los partidos que había arbitrado su hijo. No pude escuchar exactamente las palabras que pronunció, pero resultaba fácil imaginárselas. El guardia escuchó pacientemente aunque no se disculpó. Dijo algo así como que el fútbol es el fútbol. 

         En ese instante Robert comenzó a tocar una triste balada de Van Morrison: “You don’t know me”. Volvieron a cesar los murmullos. Y al término de esta canción fue Merche la que se acercó al guardia para preguntarle a ver si en ese momento el denunciante estaba en su piso. Respuesta afirmativa. Entonces la concejala dijo algo al oído de Irene y abandonó la trastienda ante la curiosa mirada de casi todos nosotros. Según nos contó poco después, subió al piso de su amante, tocó la puerta y mientras esperaba a que le abrieran, pudo oír nítidamente una voz femenina que se lamentaba por la interrupción. La puerta se entreabrió y Merche pudo ver el asombrado rostro del maromo que instintivamente empezó a inventar tontas excusas que no habían sido demandadas. Al término de estas Merche le dio noticia de lo que estaba aconteciendo en la trastienda, de cómo ella era una de las comensales y de cómo sus dos compañeros habían decidido sumarse momentáneamente al jolgorio. Le informó del estado de su somier y del ruido que se escuchaba por el vecindario cuando hacía uso del mismo. Le deseó una buena velada y le pidió que no volviera a telefonearle. Y regresó a nuestro encuentro. Llegó cuando Robert cantaba un tema de los Beatles.        

         El concierto fue interrumpido varias veces con nuevas demandas de combinados. En algunas canciones se subieron al escenario Pedro y Nordin. El público disfrutó. Yo como el que más. Herminia aplaudía con ganas. Adrián se había quedado dormido sobre la mesa, al parecer completamente colocado. Arantza le acariciaba el cabello. Los irlandeses se sumaron al grupo de músicos en alguna ocasión, haciendo los coros a Robert. Merche e Irene no paraban de hablar. El vecino del quinto y su cuñado estaban animándose a golpes de combinados mientras su mujer conversaba con quien se sentara a su vera. La novia del americano y su amiga asistían entretenidas en silencio al concierto. Julen sonreía divertido con un vaso lleno de gin-tonic entre sus manos.

         Así hasta que poco antes de que dieran las once el recital llegó a su fin. Aplausos y más aplausos. Reverencias y un añorado agradecimiento:  

-Gracias para venir.