12.
Pedro pasó buena parte de la mañana del domingo, víspera de Noche Buena, en la cama, con un libro de Väzquez Montalbán entre las manos: “El Quinteto de Buenos Aires”. Había leído esa novela anteriormente, pero no se acordaba prácticamente de nada. Cuando la vio en la sección de libros de bolsillo del FNAC la seleccionó atraído por el escenario en el que transcurre la aventura de Carvalho: la capital argentina. La conocía. Había cruzado el Atlántico con su hijo hacía ya más de diez años con la intención de pasar una semana larga en la ciudad porteña. Y la ciudad porteña no le defraudó. Sus calles, sus barrios, su fútbol, sus cafés, el club de jazz Milton, la Quilmes, el bife de chorizo, el Clarín, los tangos cantados de Boca y los tangos bailados de San Telmo. Y la compañía de su hijo, por aquel entonces un adolescente simpático y hablador.
Se levantó de la cama pasadas las doce. Puso un disco de un pianista argentino, músico de jazz que precisamente conoció en el Milton de Buenos Aires: Adrián Iaies. Era un disco que Pedro escuchaba a menudo y en el que el pianista versiona junto a un contrabajsta y a un baterista una docena larga de conocidos tangos, y tanguea “Round Midnight”, la conocida balada de Thelonious Monk. Tenía que preparar la comida pues esperaba la visita de Robert y de Nordin, a los que sorprendentemente no había visto desde el pasado miércoles. Les iba a sorprender con unas excelentes alubias rojas con cava, combinación que Pedro había conocido recientemente y que le había parecido sobresaliente. Las alubias de bote, Litoral, pero de eso no iba a dar noticia. Tres latas, de sobra para los tres. Y había comprado cuatro botellas de un cava que había encontrado a muy buen precio en la vinotera de Castaños. De postre había comprado un queso curado de Idiazabal y una tarta muy fina de pastel ruso que también había descubierto recientemente en la citada tienda de licores del barrio.
Preparó la mesa, abrió las latas y vertió su contenido en un puchero, para que parecieran auténticas y disfrutó de la sutileza del pianista argentino. En ocasiones escuchaba las voces de los vecinos del quinto, fieles a sus más arraigadas tradiciones: llorar en el caso de la niña y discutir a voz en grito en el caso del matrimonio.
-No sé qué es lo que prefiero: o que te dediques a trabajar de detective frustrado siguiendo a maridos infieles o que te hagas el gallo porque te han felicitado por tu discurso en un juicio o por las pruebas que has conseguido en uno de tus casos. ¡El abogado de la semana! Le voy a decir a tu jefe que te ponga una banda todos los viernes con un mensaje que ya lo diga todo: el mejor de la semana. O del mes. Pero a mí déjame de comerme la cabeza con tus glorias, las alabanzas de tus compañeros y las sonrisas de tus clientes. Bastante tengo yo con aguantar al hijo puta de mi jefe.
-Pues antes no te parecía tan hijo de puta, -decía irónicamente la voz masculina.
-No empieces con eso otra vez. Antes le tenía más aprecio. Me equivoqué, era un hijo de puta. Ahora en cambio, aunque sigue siendo un hijo de puta, está más calmado. Parece otro. –Nunca confesó a su marido haberse convertido en la querida pasajera de su jefe, una breve aventura que duró un par de meses. Sin embargo sí que había reconocido haber acompañado a su patrón a diferentes eventos culturales y a cenas de empresa.
-¿Te equivocaste? Patinaste bastante rato, ¿no?
-Sí. No voy a pasarme toda la vida disculpándome por haber sido simpática con él, por haber sido demasiado solícita. Creo que ya he pagado el peaje. Tú estabas pasando una temporada horrorosa, estabas insoportable, no eras capaz de ver más allá de tus narices, eras el maldito centro del mundo, un mundo injusto que había permitido que el despacho prescindiera de tus servicios. Ni caso a la niña ni a mí. Y por otro lado el jefe me empieza a agasajar con invitaciones para tal concierto, para no sé qué obra de teatro para la que tenía un par de invitaciones. Me pide que le acompañe a cenas con algunos clientes. Pensé que algún beneficio iba a sacar. ¡Mierda! Caí como una tonta y tardé en darme cuenta. Pero ya he pedido perdón. Si quieres me perdonas. Y si no, pues ya sabes, nos damos el finiquito. –Pedro, en ese momento de la discusión, imaginaba a su vecino acercándose al cuerpo de la mujer, acariciando sus cabellos, su trasero.
-Yo te he perdonado. Lo que pasa es que me gusta mucho verte cuando te acaloras. Me pone, -el vecino cambió radicalmente el tono de su intervención.
-Pues a mí no me pone nada. ¡Déjame en paz!
-No te enfades. El cabrón de tu jefe tiene que sufrir un montón viendo que su guapa secretaria ya no está dispuesta a escoltarle en ninguna cena. Supongo que seguirá buscando compañías que lucir.
-¡Pobre! Su mujer le ha pedido el divorcio y él está hecho polvo. Ha sido un duro mazazo, merecido, pero duro.
Pedro seguía atento la conversación mientras ultimaba los detalles de la comida. De repente bajó el volumen de la conversación, la niña empezó a reírse a carcajadas y en menos de un cuarto de hora Pedro oyó el golpe de la puerta de los vecinos al cerrarse. Pensó en asomarse a la terraza para disfrutar una vez más de la visión del trasero de la mujer, pero el frío le desanimó y siguió en su cocina revolviendo las alubias que estaban calentándose a muy poca temperatura, poco a poco, en una cazuela alta y de formas curvas que había comprado recientemente en una ferretería del barrio. Se había acercado a comprar unas bombillas y se sintió atraído por el puchero, por su aspecto antiguo y su color brillante. Fue la primera vez en su vida que compraba un recipiente de esas características y enseguida le cogió cariño. Su volumen le recordaba a los cuerpos gordos de Botero. Maneras obvias, evidentes.
En ese instante sonó el timbre de la calle anunciando la llegada de los dos invitados que en unos minutos se presentaron en el piso, uno con una barra de pan grande y el otro con una botella de vermú.
-Hemos seguido tus instrucciones y traemos un pan de agua de la panadería de la calle Jardines. Y ya, por nuestra cuenta, fruto de nuestra desbordante creatividad e imaginación, traemos una botellita para el aperitivo. Seguramente será un vermú malo, porque lo hemos cogido de la tienda de Nordin, pero servirá para recordarnos el sabor de este delicioso aperitivo. –Y antes de que el marroquí interviniera defendiendo la calidad de los productos que vendía en su tienda, el americano elogió la riqueza del vocabulario que había utilizado. -¿Os habéis dado cuenta? El acento no ha mejorado mucho, pero acuden unas palabras a mi garganta dignas de un poeta: desbordante creatividad, delicioso aperitivo.
-Lo del vermú se me ocurrió a mí. Y lo que has dicho sobre la calidad del mismo te lleva a una situación que no va a gustarte mucho; vas a ser un observador que mira con envidia cómo sus dos amigos van, poco a poco, dando cuenta del sabroso y dulce aperitivo.
-Sabes que nadie prepara mejor que yo los vermús. Con un poco de limón, unas gotas de ginebra…
-Aquí no creo que encuentres ninguna rodaja de limón, -le interrumpió Pedro.
-¡El hombre austero! ¡El que solamente tiene lo justo, lo imprescindible!
-Bueno. Dejaros de tonterías y pasad. He preparado unas alubias rojas que serían la envidia de cualquier restaurante vasco. Llevo toda la mañana con ellas en el fuego. Y para beber, cava.
-¡Cava con alubias! ¡Sublime combinación que nos llevará a la cumbre de la aerofagia justo a la hora de la siesta! El mejor momento para huir de este nido de hombres solitarios y correr a la casa de mi novia.
-¿Tienes novia?
-Estoy en trámites. Es una vasca de culo gordo y tetas pequeñas que he conocido esta semana en el Residence. Vino con una chica americana a la que ya había conocido previamente en ese mismo lugar. Una asidua a la música celta. Le gusta escuchar una y otra vez esas melodías repetitivas, el sonido de los violines y las flautas. En ocasiones me aburro hasta yo, que estoy con la guitarra dale que te dale, de sol mayor a mi menor, un poco de do y otro poco de re. Y vuelta a empezar. ¡Si no fuera por las guinesss!
-¿Has quedado con ella? –preguntó Nordin con evidente curiosidad. –No me habías contado nada.
-¿Estás celoso? Pues no te preocupes. No he quedado con ella. Me dio su teléfono porque me comentó que le interesaría dar algunas clases de inglés.
Y, claro, yo lo guardé pensando que tal vez un día, tras unos minutos de clase, pasáramos del lenguaje a otro tipo de actividad. –Robert abrió uno de los armarios de la cocina en busca de tres vasos donde preparar los vermús. –Por cierto, ya que hablamos de mujeres, ¿qué sabemos de la estupenda vecinita del piso de abajo?
-Que sigue discutiendo con su marido. Hace unos minutos he podido oírles. Mantienen sus tradiciones. La niña llora, ellos gritan mientras discuten. Son muy poco celosos de su privacidad. Ahora estarán dando un paseo. He escuchado perfectamente el golpe de la puerta al cerrarse. Si queréis podíamos invitarles a un café cuando terminemos nuestra siesta.
-Perfecto. Todas las sobremesas son más divertidas cuando hay una mujer por los alrededores.
Brindaron con los vasos en alto, y tras dar el primer trago todos corroboraron la mala calidad de la bebida que vendía Nordin. Este no se defendió. Simplemente sonrió.
Tras los aperitivos llegaron las alubias y el cava. El postre. Luego la siesta, breve pero sonora, repartidos los tres entre el blanco sofá de ikea y la cama de Pedro. Se levantaron antes de que el reloj señalara las cinco de la tarde. Les despertaron los sollozos interminables de la niña del quinto. Y poco después los gritos de sus progenitores. Él se quejaba de la niña. Llorona le llamaba. Ella la defendía y acusaba a su marido de intransigente y egoísta, pues al parecer nunca se levantaba del sofá para acudir a atender a su hija.
-Voy a bajar para invitarles a subir. Id preparando el café. –Ordenó mientras salía del apartamento.
-Me ha gustado eso que has dicho, -comentó el americano mientras se dirigía a la cocina siguiendo las instrucciones de su amigo. – Bajar para subir. Subir para bajar. Nos pasamos la vida haciendo movimientos contradictorios. Nos movemos sin lógica. De aquí para allá, de allá para acá. Buscando algo que no sabemos nombrar.
-En este caso el objetivo está claro. Queremos disfrutar de la compañía de la vecinita. Para ello no nos queda más remedio que aguantar al marido,- comentó Nordin.
-Es un buen tío. Lo que pasa es que no está a la altura de la mujer con la que vive.
-¿Y eso es bueno o malo? Yo preferiría que mi mujer estuviera más buena que yo. Lo cual no es fácil, pero de tener que escoger, no tengo ninguna duda. Y creo que el vecino está muy contento con la mujer que tiene. Y además, cuando veo una pareja aparentemente descompensada, siempre sospecho que tras la imagen del más desfavorecido se esconde algo que los ajenos no podemos ver ni disfrutar. Nunca se juntan una mariposa con una garrapata.
-En eso te doy la razón.
Pedro apareció de nuevo en la casa cuando el ruido de la cafetera anunciaba la llegada del café.
-Suben en un cuarto de hora. Les ha parecido una idea estupenda.
Durante esos minutos Pedro ordenó la mesa de la cocina, recogió los platos del escurridor y sacó del armario las tazas, un pequeño recipiente que hiciera la función de una jarra de leche y un pequeño azucarero con apenas dos cucharadas de azúcar.
-Vosotros bebed el café sin azúcar, que no hay para todos, -ordenó.
Llegaron los vecinos según el horario previsto. Se habían vestido para la ocasión. Nada especial, simplemente se habían quitado la ropa de casa y se habían puesto una camisa gorda de cuadros y unos vaqueros él y una falda tallada con una camiseta de flores ella. Nada especial, pero la vecina del quinto no necesitaba llevar nada especial para llamar la atención de cualquier espécimen de sexo masculino mayor de treinta años que rondara por los alrededores. La niña subió en pijama. No quiso dar un beso a los tres extraños. Simplemente los observaba con sus grandes ojos, sin pestañear, con las manos rascando su cabellera rizada.
En un principio comentaron las incidencias del tiempo, la crudeza de los últimos días oficiales del otoño, más propia del invierno. Luego hablaron de fútbol. El café se terminó enseguida, pero el matrimonio había subido una botella de güisqui que ayudó a corretear rápidamente de un tema a otro. Pero el fútbol era un tema recurrente, y más aún en la tarde de un domingo. Hablaron de algunos amigos que parecían enloquecer cuando acudían a San Mamés, o simplemente cuando veían en algún bar a través de la televisión las desventuras de su equipo.
-Lo peor es cuando encima esos descerebrados acuden a ver los partidos de sus hijos, -comenzó su intervención la mujer. –Un sobrino mío que es árbitro cuenta cosas increíbles. Es un chaval de quince años que le dio por hacer el curso de árbitros y ha estado arbitrando varios partidos. Dice que es un infierno.
-¿Y por qué sigue haciéndolo? –preguntó Pedro sorprendido.
-Pues porque su padre, mi cuñado, es uno de esos padres rectos que quieren que sus hijos sean responsables, duros, que no se rindan a la primera, que sepan aguantar. Y le ha obligado a terminar la temporada. Dice que no se puede rajar uno a la primera de cambio. El chaval hizo el curso para ser árbitro porque quiso. Sus padres le animaron a que hiciera lo contrario, a que desistiera de meterse en un follón de ese calibre. Pero él se empeñó. Y mi cuñado ahora quiere que aprenda a ser consecuente. ¡Pobre chaval!
-Lo dices porque es tu cuñado el que le obliga. Si fuera tu hermana seguramente no dirías lo mismo, -comentó su marido con ganas de sacar de quicio a su mujer.
La discusión quedó servida. Hablaron de hermanos y de cuñados durante un rato, facilitando una interesante información sobre sus familias a los tres espectadores que acudían en silencio, divertidos y con un vaso de güisqui entre las manos, a la acalorada conversación que sólo se vio interrumpida cuando sonaron los primeros lloros de la niña que, aburrida de escuchar discutir a sus padres, decidió poner fin a la contienda de la manera más eficaz posible, la única de que disponía.
-Ya le has hecho llorar a la niña, -dijo ella enfadada.
-¡Si llora por nada!, -dijo él, que con su intervención irritó aún más a su mujer.
-No sé cómo puedes hablar así de la niña.
-Ha sido un comentario sin malicia, -Pedro quiso poner fin al duelo conyugal. – Seguramente lo que ha querido……
-Y decís que vuestro cuñado tiene mucha pasta, -intervino Robert que había estado muy atento a la discusión.
-¿Mi cuñado? El muy cabrón, tiene más pasta de lo que parece. Tiene un buen sueldo y un montón de acciones que le debió dejar su padre cuando murió. Aunque ahora las acciones……
-No es para tanto. Mi hermana vive bien, mejor que nosotros, pero eso no es tan difícil, -volvía la disputa.
-Ya vas a ver dentro de un par de meses. Cuando los del despacho se enteren lo que han fichado. Soy el Messí del derecho. Voy a darle a tu cuñado el aguinaldo todas las Navidades.
-¿Y con todas las pelas que tiene le obliga a su hijo a arbitrar para ganar unos cuantos euros por partido? -Siguió preguntando el americano con ganas de obtener más información.
-No le obliga por la pasta. Le obliga por el compromiso. Él, mi cuñado, presume de ser un hombre hecho a sí mismo. Trabajó mientras estudiaba, empezó desde abajo. Proviene de una familia humilde. Su padre era albañil, emigrante. Vino de Cáceres, de un pueblito que se llama Hinojal. A mi cuñado le fue bien. Estudió económicas, se metió en la caja de ahorros y ahora es jefe de una sucursal. Gana bien. ¿Por qué te interesan tanto la vida de mi cuñado y los problemas de mi sobrino?
-Estaba pensando, -comenzó Robert mientras sus dos amigos le miraban entre sorprendidos y expectantes, temiendo que por la prominente cabeza del americano hubiera pasado lo que cruzó por las suyas. –Estaba pensando que tal vez podamos ayudar a tu sobrino con el problemilla ese de los padres que se ponen borricos y desagradables con el árbitro. A cambio, claro, de un dinerito.
-¿Os dedicáis ahora a ayudar a la gente a cambio de honorarios generosos?,- preguntó divertido el vecino. -¿Tenéis montada una agencia de extorsionadores?
-Preferimos llamarnos justicieros. Y sí, estamos montándola. Es un negocio como otro cualquiera, y hay muchas personas que, de saber de nuestra existencia, recurriría a nosotros, conocedoras del desamparo en el que les tienen arrinconadas las instituciones del estado, -intervino Nordin, a quien cada vez divertía más su condición de superhéroe popular.
Contaminados por los efectos del licor, Robert, Nordin y Pedro empezaron a contar con pelos y señales el trabajo que habían realizado para Arantza. El vecino atendía divertido, interesándose por detalles y aplaudiendo algunos comentarios desmedidos del americano que disfrutaba de la expectación que generaban sus exageradas anécdotas. Mientras tanto la mujer, menos divertida, repartía su tiempo entre la niña, sentada en su regazo, y los contertulios.
Al cabo de una hora, acuciados por la vecina, se terminó la conversación. El vecino quedó en que comunicaría a su concuñado la propuesta que Robert tenía: ayudar, no sabía muy bien cómo, al pequeño árbitro a llevar de una manera más amable la tarea que su padre le exigía continuar hasta el lejano mes de junio, cuando terminara la temporada deportiva.
Poco después de que los vecinos se fueran, Robert y Nordin hicieron lo mismo. Para las siete de la tarde Pedro había recuperado la tranquilidad de su hogar, aturdido por los efluvios del alcohol y por los planes descabellados del americano. Se tumbó frente al televisor y no aguantó ni diez minutos sin caer dormido.