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miércoles, 15 de agosto de 2018

15 - ¡Gracias para venir!

15.      
       

         Los días siguientes transcurrieron monótonos. El día de año nuevo Pedro quiso pasarlo con Domiciana, pero esta no pudo quedarse ya que, según dijo, tenía un compromiso con unos amigos. Así que, a eso de las doce del mediodía, Pedro se vio solo en casa.

         Salió a pasear y no se encontró con ningún conocido. Comió las sobras de la cena y pasó la tarde viendo en la televisión la reedición de la Gala de Nochevieja. Disfrutó de las actuaciones de algunos de los cantantes más rancios del panorama musical español y bebió, poco a poco, sorbo a sorbo, una botella de cava que le ayudó a dormir temprano.

         Esa semana Pedro se propuso hacer deporte regularmente para combatir los excesos de la Navidad. Habló con Robert por teléfono en dos ocasiones y confirmaron que tenían que verse el sábado doce, para realizar el trabajillo que habían concertado con el concuñado del vecino del quinto, el padre del joven árbitro. El americano le contó que estaba encontrándose regularmente con la vasca de culo poderoso y poco pecho a quién le estaba dando unas interesantes clases de inglés. Según le contó del inglés habían pasado a otras maneras más primitivas de comunicación. Pedro sintió a través del teléfono la satisfacción de su amigo. Le preguntó por Nordin, a lo que Robert respondió que no sabía nada del marroquí desde que se fuera a casa de los padres de su mujer, la madre de sus hijas, a un pueblito de la provincia de Burgos. Quizás se ha quedado allí atrapado en la nieve, bromeó haciendo alusión a las poderosas nevadas que habían caído esas Navidades en el corazón de la meseta.


         Pedro salió a correr todos los días de esa semana, media hora al día al principio, casi una hora el domingo. Leyó un par de libros que tenía comenzados pero que había abandonado nada más empezarlos. Practicó algunas recetas en la cocina, tocó la mandolina y se distrajo frente a la pantalla del ordenador buscando hoteles en Burdeos, restaurantes e itinerarios que recorrer con Irene, si ésta finalmente accedía a acompañarle en un viaje al corazón de la vecina Aquitania.  

         Estaba preparando ese viaje la tarde del domingo cuando recibió la llamada que más estaba deseando que llegara. Era Irene, quien la última vez que hablaron le pidió que no la telefoneara, que esperara a que fuera ella quien lo hiciera. Alegó que iban a ser días muy duros. Días en los que su vida iba a tomar un rumbo nuevo, con muchos cambios.

-Hola. ¿Sabes quién soy? –preguntó.

-Sabes que sí.

-Ya está. Ya tengo piso, mi marido ya ha firmado los primeros papeles del divorcio y mi hijo se ha marchado esta mañana con su padre a Madrid. Al nuevo colegio donde va a vivir al menos hasta Julio.

-¿Y que…..? –No le dejó terminar la pregunta.

-No voy a contarte nada por teléfono. Prefiero contártelo cuando estemos frente a frente. 

-¿Y cuándo va a ser eso?

-¿Qué te parece mañana, lunes? Te invito a comer.       

-Yo preferiría ahora mismo, pero creo que no tengo opción.

-No tienes. Ahora estoy muy cansada. He estado ordenando el piso y no me apetece nada más que dormir.

-Pues nos vemos mañana.

-¿A las doce en el Monterrey? ¿Te viene bien?

-Perfecto.

-Hasta mañana.

-Hasta mañana.

         Nada más colgar el teléfono Pedro dibujó una inmensa sonrisa que reflejaba la felicidad que la llamada y la consiguiente cita le provocaron. Siguió mirando hoteles en Burdeos y poco después puso la tele, pilló una película recién iniciada en una cadena y se dejó llevar por la desatada violencia que trasmitían las imágenes. 
         
        Y llegó el lunes a las doce. Y se encontraron en la puerta del Monterrey, puntualmente. Él llegó a las doce, ella a las doce y seis minutos. 

-¡Cuánto tiempo sin vernos! Te he echado muchísimo de menos. Había empezado a pensar que no ibas a querer volver a verme. –dijo Pedro nada más juntarse con Irene.

-¡Vaya recibimiento!- respondió Irene con una sonrisa. - ¿No vas a decirme hola?

-Si, perdona. Hola Irene. Estás muy guapa, - y lo estaba. Llevaba un abrigo azul marino de doble botonadura, estilo marinero, unos pantalones negros  ajustados y unas botas de media altura con algo de tacón. De cara también estaba mejor, más relajada. –Es que tenía muchas ganas de verte y empezaba a estar preocupado. O te había sucedido algo, o te habías ido de Bilbao o te habías olvidado de mí. Cualquiera de las tres posibilidades me parecía horrorosa.

-Pues ninguna de las tres ha sucedido. Te lo dije ayer por teléfono. Lo que sucede es que he conseguido poner un poco de orden en mi vida. He encontrado un piso. Ya te dije que quería dejar la que ha sido nuestra vivienda familiar. Tenemos que vender la casa. Me vendrá bien el dinero. La compramos hace años gracias al dinero de mi familia. Mi hijo está matriculado en un colegio interno de Madrid, en el Escorial. Y hemos empezado el trámite de divorcio. Todo a la vez, muchas cosas pero creo que he tomado las decisiones correctas. Si te sirve de consuelo, me he acordado mucho de ti y en buena medida he seguido tus consejos.

-Me alegro, -ahora Pedro sonrió y le dio un par de besos.

-Y he estado tan ajetreada que no he podido dedicar un minuto a los buenos amigos. Eso sí, un par de amigas, las de siempre, me han ayudado mucho a encontrar el piso, a amueblarlo y todo eso. No ha sido difícil, porque dinero no nos falta. El piso está en Abando, junto a la plaza del Ensanche. Me gusta mucho esa zona. El piso no llega a tener cien metros cuadrados. Es una tercera parte de un antiguo piso inmenso. Es exterior, tiene dos habitaciones, una sala muy grande una cocina con comedor y dos baños. Una de las habitaciones la he preparado para cuando mi hijo vuelva, o venga de visita. Aunque sospecho que si viene a Bilbao se irá a casa de su padre a dormir. Sigue estando enfadado conmigo. Me culpa de todo. Me llama llorona y débil.

-Supongo que pronto se dará cuenta de que no es así, que sus conclusiones son gratuitas, falsas y desafortunadas. ¿Te apetece tomar algo o prefieres pasear?

-Todavía son las doce. Podemos dar un paseo por la Gran Vía, luego tomamos un par de vinos por Ledesma y finalmente comemos un menú en el Asia Chic –Irene le propuso comer en el restaurante de comida oriental situado al final de la concurrida calle Ledesma.

-Pues adelante. Sígueme contando.

         Irene cogió del brazo a Pedro y juntos empezaron a caminar rumbo a la plaza Moyua. Las aceras estaban atiborradas de oficinistas, bancarios, mujeres que ojeaban escaparates o salían de las cafeterías que junto a tiendas y bancos ocupan la totalidad de los inmuebles de la principal arteria comercial bilbaína. A Pedro le entusiasmaba la tranquila agitación del centro a esas horas de la mañana. Nada que ver con el trajín excesivo de Madrid. Allí es difícil avanzar entre la multitud que camina demasiado rápida. En Bilbao todo parecía tener la medida justa, al menos para un hombre de su edad, para él.

         Mientras paseaban rumbo al noroeste, Irene le describió con todo lujo de detalles todos y cada uno de los rincones de su nueva vivienda. Un apartamento alquilado por el que pagaba más de mil euros mensuales, cantidad que aún siendo alta, no suponía un sacrificio excesivo, ya que la cantidad que el señor Lamikiz debía pasarle mensualmente era muy superior. Y a esa cantidad debían sumarse los beneficios que se derivaban de las participaciones que tenía de las empresas familiares, prósperas y abundantes, todas ellas dirigidas por sus hermanos. 

         Irene pertenecía a la alta burguesía bilbaína. Su aspecto lo evidenciaba y ella reivindicaba su pertenencia a este selecto grupo social con orgullo. Hablaba de su padre y de su abuelo como de dos hombres emprendedores que supieron invertir y apostar en momentos difíciles por caballos que no parecían que iban a ganar carrera alguna. Pero ganaron, y con los caballos llegó el dinero y la prosperidad. Irene, sin embargo, renunció a su carrera profesional y prefirió convertirse en una madre de familia. Problemas médicos le impidieron crear la familia que a ella le hubiera gustado y tuvo que conformarse con tener solamente un hijo. Años después las cosas se torcieron. Pero ya era tarde para intentar arreglarlo. Le contó a Pedro que en más de una ocasión había pensado en abrir una tienda con el único objetivo de pasar el tiempo y no dedicarse en exclusiva a tomar café con las amigas o a cuidar su cuerpo en el gimnasio, pero la pereza venció y ese impulso dejó paso a la comodidad y a una rutina que sólo en ocasiones se le hacía aburrida. Quizás ahora, en su nueva vida, retomaría la idea. 

         A esas alturas de la conversación se encontraron frente al Nicolás, un elegante bar con una excelente barra de pinchos, un poco alejado del corazón de la calle Ledesma, a pocos metros del cogollo. 

-¿Qué te apetece tomar?

-Lo mismo que tú. 

-Pues yo voy a pedir un crianza.

-Pues yo lo mismo.

         Compartieron un pincho de anchoa rebozada rellena de bonito. Comentaron lo bien que se vive en Bilbao cuando no te falta el dinero en el bolsillo. Hablaron de las cosas que les gustaban de la ciudad. Sus rincones favoritos. Irene desconocía muchos de los lugares que le citaba Pedro, apartados del centro, que era la zona por la que Irene transitaba habitualmente, la que conocía a la perfección, sus tiendas y sus cafeterías. Era el escenario por donde se había meneado durante toda su vida.

         Tomaron un segundo vino en el Periflú, esta vez sin pincho. A las dos y media entraron en el restaurante y se acomodaron en una mesa para dos personas que se encontraba junto a la fuente de agua que corre tras un grueso cristal en una de las paredes del establecimiento. Era la mesa favorita de Pedro.  Irene hasta conocer a Pedro no había sido aficionada a las comidas extrañas, es decir, todas aquellas que no fueran la tradicional cocina vasca, pero la comida oriental estaba empezando a conquistar su paladar.

-Bueno, ahora durante la comida hablarás un poco más.- dijo Irene mientras se  retiraba el pelo de la cara una vez había colocado su abrigo correctamente en el respaldo de la silla. – Llevo toda la mañana contándome mi vida. El piso, mi hijo. Has hablado muy poco, -le dijo sonriente.

-Te he visto con muchas ganas de contar tus novedades. Yo no tengo novedades. Las tuve hace más de medio año, cuando vine a Bilbao, y ahora mi vida se ha ido ordenando poco a poco, dentro de la locura que impregna mi cotidianidad.

-¡Vaya frase! ¿La tenías ensayada?

-Quería impresionarte.

-Pues lo has conseguido. 

-Mientras te escuchaba hablar de tu hijo pensaba en el mío. La vida sería mucho más fácil sin hijos. A mí al menos me ha supuesto una preocupación constante. Y eso que Manuel era un buen chaval. Nunca dio demasiada guerra, demasiados problemas. Fue un estudiante normal. Todo lo hacía fácil. No se esforzaba demasiado. Yo pensaba que esa facilidad que tenía para hacer bastantes cosas bien, sin mucho esfuerzo, había sido un impedimento para él, porque nunca se esforzaba la suficiente desde mi punto de vista. Era de fácil conformar. Discutíamos mucho.  

         El camarero interrumpió la narración de Pedro. Dejó los menús sobre la mesa y se marchó.

-¿Qué me aconsejas?-preguntó Irene.

-Yo voy a pedir sushi. Es lo que más me gusta. Cada vez que se acaba el plato sufro una depresión. Un día voy a comer sushi exclusivamente. Hasta hartarme. Y de segundo pato.

-¿Pato? ¿Ya está bueno el pato?

-Me encanta. Yo no hago caso de lo que cuentan las historias urbanas sobre los restaurantes chinos, sobre los orientales en general. Sea lo que sea lo que nos sirven, y haya sido cocinado como haya sido cocinado, me parece que está suculento. –Hizo una pausa mientras ojeaba el menú.- Yo que tú pediría los tallarines con verduras y el solomillo con la salsa esa. Es más asequible al paladar. Las verduras te van a gustar mucho. Y si te parece podemos pedir una botella de rosado bien frío. Con la comida oriental el rosado casa magníficamente. 

         En un par de minutos apareció el camarero con los platos demandados. Pedro retomó la conversación que había sido interrumpida por la llegada del camarero.

-Yo siempre quise tener un hijo. Uno o dos. A Julia le costó aceptar. Ella no tenía demasiadas ganas. Pero afortunadamente se dejó convencer. Los años apretaban. Nació Manuel. Recuerdo su nacimiento como uno de los momentos más felices de toda mi vida. Es algo totalmente irracional, pero a un hijo lo empiezas a querer nada más verlo. Entiendo que a las mujeres os suceda algo así. A mí, sin haberlo parido, me sucedió. 

-Yo no disfruté tanto con el nacimiento de mi hijo. Las cosas se complicaron tanto que me aconsejaron no volver a dar a luz. Mi embarazo fue muy duro. Mucho reposo. Mucha cama. ¡Tiene gracia! ¡Tanto esfuerzo! Mira cómo me lo agradecen.

-Supongo que  esa es una de las características que comparten los hijos. No son agradecidos. No sé si debieran serlo. A fin de cuentas la decisión de que existan o no depende exclusivamente de nosotros, no de ellos. Yo creo que empecé a ser algo agradecido con mis padres cuando yo me convertí en uno de ellos.       

-Hay sentimientos que no pueden explicarse. Se entienden cuando se viven, cuando se tienen. 

-Yo sé de muy pocas cosas. Algo de números sabré, economía, banca. Pero poco más. Creo saber mucho de sentimientos. Como otra mucha gente. Nos toca vivir situaciones que avivan sentimientos, algunos de ellos no deseados, pero que están ahí. Sentimientos contradictorios, irracionales. Yo creo que lo que sentimos con los hijos pertenece al mundo de lo irracional. Quizás no todas las personas vivan de igual manera la paternidad. Yo creo que la viví con demasiada intensidad. Y no sé si eso es bueno.

-En caso de duda prefiero la intensidad a la tangencialidad.

-¡Esa frase tampoco está mal! ¿La tenías pensada? –bromeó Pedro. – A lo mejor tenemos que cambiar de tema de conversación. Nos estamos poniendo muy trascendentales. Uno de los objetivos que me propuse al venir a Bilbao era olvidar a Manuel. Más bien su pérdida. Y mírame, aquí estoy con él en la cabeza.  Pensando una y otra vez en lo que creo que hice bien y en lo que sé que hice mal.

-Creo que te torturas demasiado. Tu hijo empezó a tomar sus decisiones libremente, con el bagaje que tenía, fruto de la educación que le disteis, que adquirió en donde estudió. De sus amigos. – Irene hizo una pausa y se rió. -¡Qué fácil es hablar de los hijos de los demás! ¡Qué fácil es aconsejar a los demás sobre lo que tendrían que hacer con sus hijos. ¡Y que difícil es hacer aquello que aconsejamos con nuestros propios hijos! Solo basta con mirarme. Mi hijo está en un colegio interno allá en Madrid y me detesta.

-No creo que te deteste. –Tras esa breve sentencia Pedro cambió de asunto. Ya eran suficientes recuerdos. –Tanto hablar y todavía no hemos probado ni el sushi ni los tallarines con verduras. ¿Quieres probar un poco de sushi?

         Irene probó. Inmediatamente manifestó su satisfacción con un gesto de cabeza.  

-Pensaba que iba a ser algo mucho más especial, con una textura diferente. Precisamente la textura era lo que me daba más miedo. Eso de comer pescado crudo me echaba para atrás. Me ha parecido un bocado rico, pero no me ha sorprendido. 

-Pero te ha gustado, ¿no?

         Luego fueron los tallarines. Y más tarde el pato y el solomillo. Y entre tanto algunas copas de rosado. La conversación se fue animando y ambos parecían sentirse en el séptimo cielo.

         Abandonaron el restaurante pasadas las cuatro de la tarde. A Irene le había gustado la comida. Dijo que iba a proponer a sus amigas volver un día al Asia Chic. Se reirían mucho, porque, dijo, si ella era tradicional comiendo, sus amigas lo eran aún más.

         Nada más salir a la calle sintieron el frío de enero en sus rostros. Irene volvió a agarrarse del brazo de Pedro.

-¿Te apetece tomar un café en mi apartamento? Así podrás comprobar con tus propios ojos que lo que te he dicho es verdad.

-Después de todo lo que me has contado esta mañana sobre tu nuevo piso, creo que lo conozco perfectamente. Puedo encontrar todos los muebles que me has descrito, las lámparas. Observar los cuadros que tienes colgados en las paredes. Puede ser un buen examen. Yo te examino y compruebo si eres una buena descriptora y tú me examinas a ver si yo soy un buen escuchante.

-¿Se dice descriptora y escuchante? 

-No lo sé, pero no he encontrado otras palabras para nombrarnos. 

-Vamos, escuchante.

-Vamos descriptora.

         Según me contó Pedro días después, cuando dio los primeros pasos hacia la casa de Irene pensó que tal vez aquel café acabaría siendo algo más que un mero café. Habían estado muy a gusto. Habían hablado de temas muy personales y en ese mismo instante tenía a Irene colgada del brazo. Una Irene que estaba exultante con su melena rubia y su ceñido abrigo azul marino. Llegó a sentir una excitación en el mismo lugar donde la sentía cada vez que se encontraba con Domiciana. Y sintió que se le encendía el piloto de alarma.