El tren del procés parece haber entrado en vía muerta. Todavía se mueve, es cierto, pero va muy despacio y no se le aprecia más rumbo que hacia los hangares. Cuando se detenga definitivamente, los viajeros, tras unos minutos de inicial perplejidad, empezarán a descender lentamente de los vagones. Unos, incrédulos al ver que no han llegado al lugar para el que compraron el billete, otros, tristes al certificar lo que habían empezado a barruntar, y es que el destino soñado nunca existió en realidad.
Cuando ya estén todos en tierra y empiecen a mirarse con estupor, irán cayendo en la cuenta de que faltan aquellos cuyos rostros les resultaban más familiares. Eran los que iban delante, en cabina, animando a los sucesivos maquinistas a no reducir la velocidad (¡tenim pressa!) y a no desviarse de la ruta. Como en un remake postmoderno de Los hermanos Marx en el Oeste no cesaban de gritar a quienes estaban al tablero de mandos los equivalentes del “¡más madera!” grouchiano.
En el momento en que la realidad se encargó de dejar patente que no había forma de cumplir con semejantes promesas, entre otras razones porque no había ruta posible que permitiera llegar a un destino completamente imaginario, se dedicaron a descalificar, por traidores, a quienes habían renunciado a continuar con la travesía.
Pero si la intención instrumentalizadora de los anfitriones no deja lugar a dudas, la disponibilidad de sus huéspedes a dejarse instrumentalizar no es menos clara. Se trata de seguir viviendo del procés, sea para alentarlo, como al principio, o para lamentarlo o añorarlo, según convenga, como ahora. Quizá tamaño empecinamiento sea debido, se me acaba de ocurrir, a que no saben hablar de otra cosa.