Las relaciones entre países siempre se establecen con una sonrisa en el rostro, un ábaco en la mano y un arma en la espalda. En un entorno capitalista la cuenta de resultados es el fin por el que se rigen las acciones, cualquier otra consideración resulta baldía. Que, en ocasiones, se imponga la sonrisa no es más que la habilidad para manejar el beneficio sin tener que recurrir a la fuerza, un método, la diplomacia, más que un fin en sí mismo. Suena desalentador para cualquiera que sitúe el humanismo como un principio irrenunciable, resulta tan peligroso como pueril situar los principios al margen de este contexto. Si queremos que el humanismo quede por encima de la cuenta de resultados no podemos pensarlo como una simple cuestión de principios.
La enésima crisis migratoria propiciada por Marruecos nos vuelve a mostrar lo peligroso de abandonar, también, la política internacional al libre mercado, como si el ansia por el beneficio fuera condición suficiente para que las relaciones fluyan amigablemente. Esta vez la excusa para que el régimen alauí desencadene un flujo masivo de inmigrantes a través de la frontera con Ceuta ha sido la decisión de prestar ayuda sanitaria en suelo español a un líder saharaui. Marruecos no sólo no se contenta con violar los derechos humanos y la soberanía en el Sahara, no sólo falta al respeto a la soberanía española sino que además utiliza a sus propios ciudadanos, y a otros inmigrantes africanos, como ariete para provocar una situación de caos directo en Ceuta e indirecto en la política española.
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