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lunes, 28 de julio de 2008

Jesús de Nazaret y la Iglesia

Ante un futuro a corto plazo de obligado reposo, mi ritmo de lectura lo he acelerado sustancialmente. Y un libro que paso por mis manos la semana pasada y que me atrapó desde el principio ha sido el del teólogo José Antonio Pagola.

Y leyéndolo como ciudadano con una clara educación cristiana, claramente "desapegado" de la institución religiosa mas importante del estado, no puedo dejar de pensar que si Jesús montó una bronca impresionante en la entrada del templo de Jerusalem, la gota que colmó el vaso de los "Roucos" y políticos de la época, no puedo ni imaginarme la que montaría si visitase el territorio del que presume y se autopresenta como su sucesor e intérprete máximo en toda la tierra. ¡Ahí es nada!

Así que cuando se publicó hace unos meses el libro titulado "Jesús. Aproximación histórica", con inesperado éxito editorial -más de 40.000 ejemplares vendidos-, cundió la alarma en determinados sectores de la Conferencia Episcopal Española. Lo que viene a continuación lo leí el sábado pasado en DEIA y creo que es un comentario que se ajusta muy bien a la realidad.

A pesar de la aprobación del obispo de San Sebastián -tras algunas correcciones-, la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe ha hecho pública una Nota de clarificación. "Su modo de proceder es dañino", dictamina y, además, como consecuencia, "presenta una historia que es incompatible con la fe". "El Jesús histórico que muestra el autor es incompatible con el Jesús de la Iglesia". Una obra, en definitiva, que "causa confusión y siembra dudas", concluye dicha nota.

Por supuesto, no es el único teólogo que ha topado con el muro de un determinado magisterio eclesiástico. No hace mucho tiempo, una instancia más alta, la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano, hizo pública en noviembre de 2006 una Notificación censurando dos obras sobre Jesucristo de Jon Sobrino por sus " errores y notables discrepancias con la fe de la Iglesia". Y una larga lista de hombres y mujeres estudiosos de la figura de Jesús de Nazaret ha ido cayendo en esa tela de araña. Los errores censurados se refieren a temas recurrentes: la divinidad de Jesucristo, el sentido del Reino Dios, la salvación-liberación cristianas, características de la Iglesia a pesar de que sus reflexiones nunca ponen en duda aspectos clave de la fe, tal como la tradición eclesial ha trasmitido y los concilios la han definido.

Pero estos teólogos se preguntan con inquietud ante un mundo de injusticias, de pobreza, de dolor, de culturas plurales qué quiere decir creer en Jesús como Dios desde estas experiencias; qué significa y aporta esa fe en un mundo donde la mayoría es víctima de la injusticia y la exclusión.

Pagola, juntamente con otros teólogos, entiende que el camino para afirmar con sentido la divinidad de Jesús es precisamente su humanidad. Comprendiendo, captando la trayectoria histórica de aquel judío marginal de Meier, llegaremos a la fe auténtica en el Dios de Jesús. Y para mucha gente así ha sido y han agradecido esta visión profundamente humana de Jesús. Y sobre todo en América Latina muchos pobres han comprendido y viven el profundo alcance liberador de su fe en Jesucristo.

¿Dónde está entonces el problema de estos obispos guardianes de tan implacable ortodoxia?

A mi entender, en el temor y miedo a que la comprensión de aquel campesino de Galilea, sin poder ni privilegios de ningún tipo, compasivo, humilde, entregado hasta la muerte al servicio de los pobres y de su justicia, denunciador de la falsa religión que sometía al pueblo, ponga en cuestión un modelo de Iglesia donde bastantes jerarcas, curias y organismos eclesiásticos están instalados.

Afirmaciones dogmáticas de la divinidad de Jesús, de la transcendencia de Dios, doctrinas espiritualistas alejadas de la realidad de un mundo injusto no alteran su estatus. Pero si se pone de relieve un Jesús que chocó frontalmente con los poderes de su tiempo por defender, ayudar, compadecerse, luchar por los últimos, que descubre un Dios que lucha contra el sufrimiento, y que quiere ser conocido por su compasión liberadora, entonces el problema no está en esa cristología sino en esos sectores eclesiásticos que, afirmándose continuadores de la misión de Jesús, se rodean de poder, olvidan a los pobres como su centro, eluden los compromisos liberadores desde la justicia, más preocupados por conservar su estabilidad y prestigio que por la defensa de los marginados.

En realidad no les preocupa tanto la divinidad de Jesús, cuanto su humanidad liberadora porque es un germen de profunda reforma eclesial. Pero si quieren ser fieles a lo que el mismo concilio Vaticano II afirmó -"la Iglesia reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente"- la pregunta consecuente es: ¿Qué pobres reconocen en la Iglesia que ellos muestran a Jesús liberador? En los primeros siglos, la Iglesia tuvo que defender la verdadera humanidad de Cristo contra una herejía llamada doceta, según la cual Jesús sólo parecía, no era auténtico hombre; sólo Dios. ¿Vuelven algunos monseñores a aquel antiguo error?

La presentación que estos teólogos censurados hacen del mensaje de Jesús subraya un tema central: el reino de Dios. Esta metáfora, muy clara en su tiempo, resultó chocante para quienes escuchaban la interpretación de Jesús. El Dios de aquel reino no era un señor dominante, poderoso, lejano. Todo lo contrario. En las parábolas de Jesús de Nazaret es un Padre compasivo, cercano, amigo de la vida, defensor de los pobres que son los primeros allí y, con ellos, quienes luchan por la justicia y son misericordiosos, solidarios. Un reino opuesto frontalmente, por tanto, a los reinos de este mundo. Y esto lo mostró el mismo Jesús con su comportamiento entrañablemente humano, aliviando el sufrimiento, curando enfermos, compartiendo, acercándose a los más marginados, siendo amigo de la mujer (tan despreciada en su tiempo).

Además -y es otra preocupación para los censores eclesiásticos- ese reino no es exclusivo de la Iglesia. Su Espíritu y valores se encuentran también en otros lugares y religiones. Supera a la Iglesia que debe aprender a escuchar, a dialogar, a intercambiar con otras culturas y formas de creer, desde un auténtico pluralismo religioso, como lo han mostrado, entre otros, Dupuis, Boff o Vigil, teólogos también bajo sospecha por esa apertura ecuménica, universal.

En definitiva, bajo la acusación de estos errores se oculta la tentación que pretende hacer de la Iglesia una institución divinizada, desvirtuando el reconocimiento íntegro de la humanidad de Cristo que le exige su propia humanización en sus instituciones y personas, en su moral y espiritualidad: ser Iglesia profundamente compasiva, comprometida y arriesgada en la búsqueda de la justicia para la sociedad y en sus relaciones críticas con los poderes; ser pueblo de Dios con el pueblo de los pobres; participar en las tristezas y angustias, en los gozos y esperanzas desde una auténtica solidaridad con el género humano, con su historia, con su realidad viva y sufriente, con los esfuerzos por la libertad, la justicia y la paz.

Leído en DEIA (Félix Placer Ugarte)
* Facultad de Teología de Gasteiz