Son determinantes en muchos de sus magistrados españoles el catolicismo más rancio, un centralismo que aborrece y juzga como separatista toda reivindicación de autogobierno, el autoritarismo y un paternalismo que tiende a considerar que la clase política es una chusma poco preparada para defender el Estado y, en consecuencia, han de ser ellos quienes asuman la defensa de la unidad nacional.
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Y en la línea habitual de los últimos tiempos, el Supremo la ha vuelto a liar parda esta vez a cuenta de Franco, a quien en el auto que paraliza preventivamente la exhumación de su momia reconoce como jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936, fecha en la que el dictador se autoproclamó “jefe de gobierno” en la Junta de Defensa Nacional de Burgos. La referencia temporal se las trae porque viene a legitimar a los golpistas a los dos meses de su rebelión –en ésta sí que hubo violencia- y a renegar de la legalidad republicana y borrar de la jefatura del Estado al presidente Manuel Azaña, que lo fue hasta el fin de la Guerra Civil en 1939.
Se dirá que, aunque sólo sea por una cuestión biológica, en nada se parece este órgano jurisdiccional al que heredó la democracia, pero lo cierto es que el estamento judicial fue el único que se mantuvo ajeno a los nuevos tiempos, y sus integrantes siguieron dictando sentencias hasta su jubilación como si nada hubiera cambiado.