Un debate radiofónico de la campaña electoral madrileña ha servido para que muchos se hayan dado cuenta de que Vox es lo que es, y no algo que puede etiquetarse asépticamente como “opción iliberal” o “formación populista”.
Si no fuera un asunto tan serio, daría risa. Muchas personas de bien se han sorprendido ahora de la agresividad extrema y falta de empatía de Rocío Monasterio hacia Pablo Iglesias, que ha sido amenazado de muerte, al igual que el ministro de Interior.
La violencia verbal de la presidenciable de Vox no es nueva. Es consubstancial a la mayoría de grupos neofascistas europeos y, de manera especial, a los ultras españoles. Por ejemplo, en la campaña de las catalanas, el cabeza de lista de Vox soltó varias veces la expresión “estercoleros multiculturales” para referirse a determinados barrios, expresión repetida por Abascal en el Congreso.
El fascismo usa el lenguaje para crispar, para provocar, para demonizar y para caldear el ambiente, lanzando la piedra y escondiendo –no mucho– la mano. Que algo tan conocido se reproduzca hoy en España es un fracaso y un desafío.
Según Pedro Sánchez, Vox “representa una amenaza para la democracia española”. Felicidades a los que, finalmente, han visto lo que hay.