Después de la algarada facciosa provocada por la extrema derecha en el debate electoral celebrado en la Cadena SER, uno podría pensar que, por fin, habremos perdido la virginidad, la ingenuidad, nos habremos dado cuenta de la verdadera faz del fascismo cuando se desenvuelve en espacios democráticos. Pero, qué va. No hubo que esperar mucho, ese mismo día y más, al día siguiente, los medios capitalinos sinfónicos hacían equilibrios imposibles por situar a Vox en el mismo plano tumultuario que Unidas Podemos y su líder, Pablo Iglesias.
Sea porque se comulga directamente con las ideas de la extrema derecha, algo nada improbable, sea porque desde los think tanks del Estado profundo se anima a contraponer a un partido democrático que no gusta, otro fascista, lo cierto es que, desde años, muchos medios de comunicación están blanqueando el devenir político del fascismo.
La idea más fácil es que con el fascismo no se debate sino se combate y punto. Pero es más complejo. En todo caso, dos ideas deberían surgir con vigor tras lo acontecido esta semana pasada:
una, que la equidistancia es una manera cobarde de no combatir el fascismo; otra, que no se puede poner en un mismo plano político a un partido fascista que a otros democráticos por muy antipático que nos pueda parecer su líder, por muy contrarias que nos puedan parecer sus ideas, por muy inconveniente e incómodo que le pueda parecer al dueño de la imprenta.