España tiene la maldición histórica de las contrarreformas. Desde hace siglos, a la mínima oportunidad se desmarca de Europa y se ensimisma en un mundo rancio que nos devuelve a la casilla de salida. Gallardón (junto a Wert, el de la religión evaluable en la escuela) es el ariete de esa vuelta al pasado con una nueva ley del aborto que no acaba de concretar, al parecer porque espanta incluso a los suyos.
Pero eso no es todo. La reforma del Consejo General del Poder Judicial, que se encuentra ya en el Senado y a pocos días de ser aprobada por el pleno, ha conseguido que jueces de todas las tendencias y asociaciones se pongan de acuerdo en algo: supone una intolerable injerencia política y un intento de control claro del poder judicial.
Con el Ejecutivo y la mayoría absoluta del legislativo, solo faltaban los jueces en el Monopoly del poder. Y con el poder pasa, al parecer, como con el dinero: que nunca se tiene bastante. No es que Montesquieu esté enterrado, es que le han hecho una peineta estilo Bárcenas.
Si consentimos que el poder judicial sea una sucursal del Ministerio de Justicia, asumamos que se acabará pronto la corrupción. El conocimiento público de la corrupción, quiero decir. Y, con suerte, hasta su castigo.