Nos consta que Donald Trump ha sido un presidente ególatra y divisivo. Un ciudadano que nació en una familia de constructores, que se convirtió él mismo en un promotor inmobiliario ventajista, en un operador en el mundo de los casinos, y que ganó fama nacional como estrella de los programas de telerrealidad, protagonizando uno en el que popularizó la frase “¡estás despedido!”, dedicada a aprendices de empresario que trataban de emularle. Con estos mimbres, y con promesas de recuperar la grandeza de su país, Trump se hizo con la candidatura republicana y logró la presidencia. Y, una vez en la Casa Blanca, implementó políticas aislacionistas, xenófobas y antisociales, que suponían un claro retroceso respecto al legado presidencial de su antecesor, Barack Obama.
Joe Biden va revelando ahora, a diario, los nombres de los que serán sus altos cargos en la próxima administración, y ha recibido ya fondos oficiales para iniciar la transición. La suya será, según todos los indicios, una presidencia distinta a la de Trump, en muchos aspectos opuesta, con una clara apuesta por el multilateralismo, la lucha contra la crisis climática, la recuperación económica y las políticas sociales. Donald Trump empieza a pertenecer al pasado. Y eso es un alivio.
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