En un estado aconfesional, la Navidad, como cualquier otra fiesta religiosa, debería celebrarse en privado. Sin embargo, eso no ocurre ni en los estados laicos. Francia, el más laico de todos, celebra esta fiesta tanto como nosotros; lo que demuestra el poder de la Iglesia Católica, incluso entre los que nos creemos al margen de sus tentáculos.
La Navidad, puesta bajo una lupa, que no tiene que ser de mucho aumento, es un monumento a la mentira de esta religión, sin que eso quite un ápice de mentira a las otras.
El día, el veinticinco de diciembre, se eligió cuando el Catolicismo competía con otras muchas religiones en el Imperio Romano y Jesús ya hacía bastantes años que había nacido y muerto y dicen que resucitado. La fecha era la de la festividad del nacimiento del Sol y la del dios Mitra, uno con muchos más fans, en aquellos tiempos. Les robaron el día y el público. No se puede negar que el Catolicismo ha tenido mucho éxito de convocatoria durante muchos siglos. La virginidad de la Virgen y la historia del padre paloma también fue una elección posterior. La Virgen se hizo tal, pasado el siglo XI. Antes nadie se planteó que no hubiera conocido varón o que su hijo no fuera fruto de lo mismo que el resto.
Así que, con estos cimientos, sumados al consumismo capitalista con fecha en el calendario, elevado así a los altares de la tradición, se fue haciendo este mejunje que seguimos llamando Navidad y que nos concierne a todos por cojones.
Algunos pocos consiguen abstraerse y ponerse al margen de esta locura colectiva. El resto de no convencidos hacemos lo que podemos para convivir con esta dictadura de presunta generosidad, bondad y buenos sentimientos, con fecha marcada de entrada y de salida.
Pero es que este año, el alcalde de Madrid, José Luis Rodríguez Almeida, el que dijo que quería ser alcalde de todos los madrileños y luego se hizo portavoz de Génova, ha decidido sumar al oprobio navideño unas luces de banderas de España kilométricas. No sé que le ve de navideño al símbolo. Si sé que hay partidos que se agarran a la bandera como si fuera solo suya.
Ojalá la bandera nos representara a todos y no a unos más que a otros y ya la hubiéramos limpiado del pasado que todavía la enturbia. Si así fuera, no se la pondrían a la Navidad, una fiesta religiosa de una religión muy concreta, porque –insisto– somos un estado aconfesional y somos muchos los que no nos sentimos representados por esta fiesta, ni queremos que el símbolo de todos represente en nada a la Iglesia. El nacionalcatolicismo se fue para no volver, esperemos.